Preparando la Navidad

En la reunión para preparar la fiesta de Navidad con los niños, una madre nos ha contado cómo su hijo, al volver de la escuela, le ha preguntado con un tono un poco triste:
“Mamá, en el colegio me han dicho que los Reyes Magos sois vosotros. ¿Es verdad?”
Como la pregunta ha sido directa y el niño ya no es tan pequeño, le ha contestado, con una sonrisa de cariño:
“Sí, hijo. Es verdad.”
El niño se ha quedado un momento en silencio, y luego ha dicho con naturalidad:
“¡Bueno! Pues este año ya le pediré los juguetes a Papá Noel.”
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¡EL SEÑOR, EN SU VENIDA, NOS CONCEDA VER EL MUNDO CON LA MIRADA LIMPIA Y LA INOCENCIA DE UN NIÑO!
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¡La paz contigo!

Viaje a Polonia (I)

En agosto de 1991 se celebró la VI Jornada Mundial de la Juventud en Czestochowa (Polonia). A mí me tocó organizar la peregrinación de dos autobuses (99 jóvenes de varias parroquias de mi diócesis), siendo responsable de uno de ellos. Aquel viaje fue ocasión de múltiples anécdotas que merecen ser contadas. Aquí va una de ellas:
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En aquél entonces, yo era diácono y vivía en la residencia de los sacerdotes jubilados, junto con dos compañeros con un año escaso de sacerdocio. Uno de ellos, Agustín, también asistiría (con varios jóvenes de su parroquia, atravesaría Europa conduciendo una furgoneta), pero el otro, Javier, no supo que disponía de algunos días libres hasta bien entrado el verano y, dado lo tardío de la fecha, desistió de engancharse en algún grupo.
La salida estaba prevista a las 11 de la noche (tras una celebración penitencial y una cena de despedida). Pero esa misma tarde, una de las jóvenes me avisó de que estaba en la cama con fiebre y no podría acompañarnos.
El viaje estaba ya pagado y era una pena desperdiciar la plaza, así que intenté ponerme en contacto con Javier. En aquella época no disponíamos de teléfono móvil, y no fue nada sencillo dar con él. Al final lo localicé en Zumaya (pueblo costero del País Vasco), pasando unos días de vacaciones en la casa familiar.
No hizo falta insistirle mucho y, como tenía el pasaporte en regla, quedamos en encontrarnos en la frontera franco-española de Irún en torno a las 2 de la mañana. Javier, en aquel tiempo, no disponía de coche y para cuando conseguí contactar con él eran ya las 8 de la tarde, así que, aunque el manifestó su intención de reunirse con nosotros, la cosa no era fácil, por lo que quedamos en que si cuando llegásemos a la frontera él no estaba, seguiríamos ruta sin esperarle.
No recuerdo cómo consiguió llegar a tiempo, pero allí estaba. Todos nos felicitábamos de la suerte de haber podido contactar con él a última hora. Sin embargo, se nos cambió la cara cuando, divisando ya la frontera suiza, nos dimos cuenta de que no tenía visado para entrar en Polonia.
Yo llevaba todos los visados de mi autobús, cada uno con la fotografía del joven marcada con el sello de la embajada polaca. Con la euforia del momento, lo único que se nos ocurrió es manipular el visado de la persona que había tenido que quedarse en casa enferma ¡a pesar de que era una chica!
En la misma frontera suiza Javier se hizo unas fotografías de carnet en un fotomatón. Despegamos la fotografía de la joven del visado con cuidado y pegamos una de las recién hechas. En la fotografía de la muchacha nos habíamos llevado parte del sello de la embajada, así que lo reprodujimos con un rotulador y ¡lápiz de labios!
El pegamento y los rotuladores los compramos en un área de servicio de la autopista (lápices de labios había de sobra en el autobús).
El resultado fue una obra maestra. Sólo que, además de aparecer en el visado otro nombre que no coincidía con el pasaporte, aunque nosotros no entendíamos polaco, intuíamos que en el texto quedaría bien claro que se trataba de una mujer. Pero ya veríamos como lo solucionábamos una vez allí.
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La entrada en Polonia fue fácil.
Por si acaso, habíamos dicho al otro autobús que fuera por delante y si había problemas nos avisasen. Pero los trámites fueron mínimos. Me bajé yo sólo del autobús y entré en la aduana con todos los visados individuales. La policía únicamente revisó el visado general del grupo (que en la embajada habían grapado a mi pasaporte) y después puso el sello de entrada en el país en todos los visados individuales rápidamente, de una forma mecánica, sin apenas mirarlos. Bastó con comprobar que eran 49.

Viaje a Polonia (II)

El encuentro en Czestochowa de los tres compañeros (Agustín, Javier y yo) fue toda una fiesta. Incluso un sacerdote polaco, al oírnos hablar a gritos en español, se acercó comentando que él había estado en España el año anterior y había asistido a la ordenación de dos sacerdotes españoles. ¡Resultó que era la de Agustín y Javier!
EL MUNDO ES UN PAÑUELO.
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Salir de Polonia fue algo más complejo. Repetimos la operación mandando por delante al otro autobús. En seguida, el responsable nos avisó de que la policía polaca entraba en el autobús, pedía que cada viajero tuviese en la mano su visado y su pasaporte y los revisaba uno por uno comparándolos. No se nos ocurrió otra cosa que echarle cara.
Le dije a Javier que viniese conmigo como responsable del autobús y pedí a todos que me entregasen a mí el pasaporte. Además, dije a la gente que llenasen el pasillo de todos los trastos que tuvieran (mochilas de mano, fundas de guitarra, sacos de dormir…) Cuando los policías entraron en el autobús, Javier y yo les recibimos de pie llevando el fajo de 49 pasaportes con sus 49 visados. En ningún momento les dimos todos los visados, sino que les acompañábamos y les enseñábamos los que correspondían a cada uno según íbamos recorriendo el autobús. Cuando llevábamos enseñados más o menos la mitad, hice como que tropezaba y todos los pasaportes y visados salieron volando por el pasillo del autobús.
Pensé que con ese caos de papeles nos dejarían pasar, pero los policías me hicieron recogerlos y ordenarlos de nuevo. Para aumentar el caos, muchos jóvenes se levantaron para ayudarme, y luego se sentaron en sitios diferentes a los suyos. Así que los policías tuvieron que comenzar a revisar el autobús de nuevo empezando por la primera fila.
A mitad de autobús, nuevamente dejé caer los pasaportes (lo cierto es que no era fácil moverse por aquel desbarajuste y rebuscar entre 49 pasaportes con sus visados para encontrar el que correspondía a cada persona). Esta vez, los policías a gritos y con gestos, nos pidieron que nadie se levantase para ayudar, y yo tuve que recoger todo con la consiguiente perdida de tiempo y nerviosismo por parte de los agentes de aduana.
Por fin, llegaron hasta el final del autobús comprobando que todo el mundo tenía los papeles en regla, sin darse cuenta de que, con tanto desbarajuste, habían pedido los papeles a todos menos a Javier, que no estaba sentado sino que todo el rato iba detrás de ellos hablándoles e intentando traducir a los jóvenes lo que los policías decían en un ingles bastante básico.
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Al final, la cosa había salido bien, aunque habíamos sido unos inconscientes, teniendo en cuenta el tenso momento político en Polonia y en todos los países de influencia comunista: no hacía ni dos años que había caído el muro de Berlín y, aunque Lech Walesa estaba en el poder, apenas llevaba seis meses de presidente, las tropas rusas seguían en Polonia y, de hecho, el golpe de estado de los tanques rusos en Moscú (el que hizo famoso a Boris Yeltsin) nos tocó estando todavía en el viaje de vuelta, en Berna (Suiza), donde nos dejaron bien claro que “no había problema porque el hotel disponía de un refugio antinuclear”. (Así son los suizos)
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¡La paz contigo!
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P.D.: ¡Qué vueltas da la vida!
16 años más tarde, los tres seguimos siendo unos inconscientes: Agustín trabaja en una parroquia de Washington D. C., muy cerca de la Casa Blanca (hace años que no te veo), Javier está destinado en Jerusalén (un abrazo), y yo… escribo un blog.

Los curas SÍ somos queridos

Ha sido este mismo domingo, hacia las 10 de la mañana.
Me acercaba a la iglesia para preparar la Misa de las Familias (asisten unos 50 niños, cada día más contentos y participativos) cuando he visto salir mucho humo y llamas por el balcón de un 1er. piso. Antes de llegar al portal, algunos vecinos ya sacaban a hombros al señor mayor que vive allí. (A su mujer la habían sacado previamente.) Es un hombre ya bastante anciano, con el cuerpo encorvado por la edad, que necesita dos bastones para andar, y su mujer, de salud muy delicada, apenas puede salir de casa.
Al decirnos los que le trasladaban que sólo tenía unas quemaduras leves en las manos y que ya estaban avisados los bomberos y las urgencias médicas, todos los que estábamos allí nos hemos aplicado a apagar las llamas, que salían por el balcón cada vez con más virulencia.
No ha sido fácil, pues todo cuanto se encontraba en aquel salón estaba ardiendo: muebles, techos, alfombras… y tanto el fuego como, sobre todo, la humareda, impedían acercarse. Por suerte, a través de mangas de riego enganchadas a las bajeras de la calle y a las casas vecinas, hemos conseguido que el fuego no se extendiera al resto de la casa (aunque ese humo negro lleno de cenizas, unido al agua, ha formado un engrudo que creo que ha dejado casi todo lo que había en las demás habitaciones “directamente para el contenedor”).
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Cuando hemos considerado que el fuego estaba sofocado (un par de minutos después han llegado los bomberos), he entrado en la casa vecina donde el matrimonio mayor se había refugiado. Me he acercado al hombre para preguntarle cómo estaba, y él, todavía conmocionado, con la cara y las manos negras, me ha preguntado: “¿Quién eres?”
Cuando yo le he respondido: “El cura”, él, con una amplia sonrisa, ha exclamado: “¡Hombre, **** (mi nombre de pila, sin “dones” ni tratamientos)!”, y ha extendido los brazos para darme un abrazo. Realmente impresionado porque conociera mi nombre, pues apenas llevo dos meses en la parroquia y con él sólo he tenido un par de breves conversaciones, he tenido que pedirle que no me tocase con las manos para que no se le reventasen las posibles ampollas que tuviera por las quemaduras.
Él, muy calmado, me ha contado lo sucedido:
Había ido al salón a “prepararlo” para que su mujer siguiese la misa de la televisión, pero al encender la estufa eléctrica se había producido algún cortocircuito y ésta había “explotado” empezando a arder. Toda su preocupación era que su mujer, que había oído el ruido, no entrase allí porque, además de las llamas, el humo impedía respirar. Por suerte, un vecino que pasaba entonces mismo, había visto la humareda y había subido corriendo a la casa.
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Estaba acabando de contarme esto cuando han llegado los servicios sanitarios de urgencias y todos hemos tenido que apartarnos para que pudieran atenderles, a él y a su mujer que estaba sentada a su lado. Pero antes de marcharme de la habitación, ese hombre que acababa de perder la casa, que acababa de recibir uno de los mayores sustos de su vida y que estaba siendo atendido de quemaduras, me ha dicho con una sonrisa: “¡Que sepas que rezamos mucho por ti!”
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No se cómo se sienten los demás sacerdotes en sus diferentes destinos, pero yo me siento querido por los miembros de la comunidad a la que sirvo y con los que camino hacia la santidad, la instauración de los valores del Reino y la Vida Eterna.
Creo que, en el fondo, en todos los destinos pastorales que he tenido (y han sido muchos) siempre me he sentido no sólo apreciado sino querido, y no sólo por quién era sino por lo que era, por ser el cura.
A veces la gente, nuestros hermanos, cuando hablan con los curas utilizan la ironía y saben dónde disparar los dardos, pero en el fondo la inmensa mayoría nos quiere y muchos de ellos, nos asombraríamos del número, nos tienen presentes en sus oraciones.
También todos ellos están en las nuestras.
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¡La paz contigo!

Ser un buen conductor

Siempre he distinguido entre “conducir bien” y “ser un buen conductor”: para ser un buen conductor hay que conducir bien, pero el hecho de que conduzcas bien no indica necesariamente que seas un buen conductor.
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Yo me considero una persona que “conduce bien” (respeto las señales, mantengo las distancias, modero la velocidad…). No tengo problemas a la hora de moverme con el coche por el laberinto de la “Lisboa antiga”, la locura de las direcciones únicas de algunos “quartiers” parisinos o el caos circulatorio de “tutta la Roma”. Y, sin embargo, tengo que pedir ayuda para cambiar la bombilla de un foco, para poner bien las pinzas en los bornes si me quedo sin batería, o incluso para que se me queden de pie los triángulos de peligro.
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El obispo me obligó a sacarme el carnet de conducir como requisito obligatorio para ordenarme de diácono. Sin embargo, hasta que no fui destinado a la montaña para atender cuatro pueblecitos, no vi la necesidad de comprarme un coche.
Mi primer automóvil fue un Peugeot 205 GTX de segunda mano que me vendió muy bien de precio un amigo que trabajaba en un concesionario. Lo tenía como mero instrumento de trabajo y debo reconocer que lo único que me interesó de él fue con qué tipo de gasolina funcionaba, cómo era el cambio de marchas y cómo se encendían las luces y se activaba el limpia-parabrisas.
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Llevaba con él más de once meses cuando, en mitad de un adelantamiento, en plena noche, sonó un fuerte ruido en el motor, como si todo se partiese. El coche se quedó sin potencia y, únicamente movido por la inercia de la velocidad que llevaba durante el adelantamiento, para no quedarme parado en mitad del carril de sentido contrario, tuve que dar un volantazo, metiéndome en una viña adyacente a la carretera.
En esa época aún no eran comunes los teléfonos móviles ni los chalecos reflectantes, así que no me quedó más remedio que, en la oscuridad de la noche, hacer señas a los coches que pasaban (el ir vestido de negro, ciertamente, no ayudó a que me vieran) hasta que uno paró y me acercó a una gasolinera desde donde pude llamar a la grúa.
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Al día siguiente, en el taller, me dieron una explicación de lo sucedido:
Al parecer, según ellos, el coche debía tener una fuga de aceite porque no quedaba ni una gota en el motor. Eso había provocado la rotura del cigüeñal, que al partirse había ido golpeando el motor hasta destrozarlo por completo. Lo raro es que una fuga así no se hubiese detectado en el último cambio de aceite.
Al oír aquella explicación, asentí sin decir palabra, pero entendí lo que había pasado realmente:
La avería que tenía el coche no era la fuga de aceite, sino que el piloto que avisa de la falta de aceite se había fundido. Y es que, en todo el año, después de más de 30.000 kms. recorridos, ¡YO NO HABÍA CAMBIADO EL ACEITE NI UNA SOLA VEZ! Ni siquiera sabía que había que cambiarlo. ¡Pero qué bestia puedo llegar a ser!
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El resultado de la “broma” fue que tuve que poner un motor nuevo (bueno, también de segunda mano) y pedir un préstamo a la diócesis para poder pagarlo (aún estaba pagando el coche). No sé si lo hubiese reparado de haber sabido que sólo diez días después del arreglo, tras un serio accidente, el coche acabaría siendo declarado “siniestro total”. Pero eso ya lo contaré cuando sea.
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Como decía al principio: creo que conduzco bien, pero reconozco que “no soy un buen conductor”.
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¡La paz contigo!
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P.D.: A los que no entienden de mecánica, como yo, les recuerdo que si el aceite que usan es normal (no sintético) deben cambiarlo a los 5.000 - 7.000 Kms., pues, además de gastarse, va perdiendo sus propiedades, "y luego pasa lo que pasa".

El párroco (I)

Tras cumplir 75 años, este curso se ha jubilado el párroco de la parroquia en la que me bautizaron. Él también fue bautizado allí, y, después de varios destinos por la diócesis, había acabado sus días de labor pastoral en su propia parroquia (lo que vulgarmente se llama “un cura pilongo”, haciendo referencia a que rige la parroquia donde se encuentra la pila de su propio bautismo).
La ventaja/inconveniente de ejercer en tu propia parroquia es que en esa comunidad te encuentras como en casa, acompañado de todos los amigos de la infancia y la juventud, y al ser alguien del pueblo, prácticamente se te perdona todo (y a veces se hace lo que no se haría en ningún otro sitio). Desde este punto de vista, el párroco al que me refiero es "un poco peculiar".
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En cierta ocasión se hacía un homenaje a un coadjutor que llevaba sirviendo en el pueblo durante casi toda su vida. Era el encargado de visitar a los enfermos y llevarles la comunión, lo que había realizado durante décadas, por lo que no había casa en la que el buen hombre no hubiese sembrado consuelo, cariño y esperanza. Y como de lo que se siembra se recoge, ese día la iglesia estaba a rebosar.
En los momentos previos a la celebración de la Eucaristía de acción de gracias, mucha gente entró en la sacristía para saludar (o entrevistar) al ya muy anciano coadjutor homenajeado. Aunque la sacristía es bastante grande, allí no cabía ni un alma: todos los párrocos de las parroquias de la localidad, al menos cinco de los sacerdotes nacidos en aquella parroquia, la corporación municipal casi en pleno, hermanos mayores de las diversas cofradías, fotógrafos y periodistas de los diferentes medios de comunicación regionales y locales…, incluso había una miembro del Congreso de los Diputados y un senador nacional.
En esto, llega apresurado el párroco, diciendo: “Venga, venga. Que ya es hora de empezar.” Y ante la sorpresa de todos, antes de ponerse el alba, se quita la camisa y se baja los pantalones para colocarse bien la camiseta, dando como única explicación un “¡Uf! Mira que hace calor aquí con tanta gente.”
Sacerdotes, políticos y periodistas no sabíamos cómo reaccionar tras aquel inesperado “lucimiento” de ropa interior. Sin embargo, el silencio (eso sí, absoluto), apenas duro unos segundos, hasta que nuestras mentes pudieron procesar lo que habíamos vivido. Sin duda, todos acabamos pensando a la vez: “¡Ah, bueno! Sólo a sido otra "genialidad" más de don ****”, y seguimos con nuestras conversaciones como si nada hubiera pasado.
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Como decía al principio, son las ventajas/inconvenientes de ser “un cura pilongo”.

El párroco (II)

Recuerdo el día del funeral de mi abuela.
El párroco (el mismo al que me he referido en la entrada anterior) se quedó un poco contrariado al saber que yo pretendía presidir la Eucaristía. Según su argumento, si bien yo era su nieto, también había que reconocer que él conocía a la señora María desde mucho antes de que yo naciera. (Lo cierto es que mi abuela era una buena mujer y, aunque ya hacía mucho tiempo que no salía de casa, tenía un gran cariño a la parroquia y a los curas que por ella habían pasado, y a éste en concreto lo conocía desde niño).
Como, por muchos argumentos que me diese, yo estaba empeñado en presidir el funeral, y viendo que tampoco podía convencerme de que al menos fuera él quien hiciese la homilía (el argumento en este caso era que yo llevaba muy poco tiempo de sacerdote y la iglesia se iba a llenar para el funeral de una persona tan querida), me pidió encarecidamente poder ser él al menos quien, acompañando el cadáver al cementerio, rezase los últimos responsos. Esta vez me vi forzado a aceptar por la amistad que tenía con toda la familia.
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Tras acabar el funeral, introdujimos el ataúd de mi abuela en el coche fúnebre y nos dirigimos a nuestros coches para iniciar el camino al cementerio (muy lejano), dejando que el párroco, que aún no había salido de la iglesia, fuera quien, revestido con las ropas litúrgicas, montase en el coche con el cadáver, tal como había pedido.
Cuando llegamos al cementerio, el coche fúnebre aún no había llegado, y aún tuvimos que esperar un tiempo. Cuando finalmente llegó y se bajó el párroco, entendimos el motivo de la tardanza.
A parecer, el buen hombre pensó acompañar al cadáver sólo con el alba y la estola morada, pero al salir a la calle y ver que hacía bastante frío, no dudó en regresar a la sacristía para ponerse algo más de ropa. El resultado era esperpéntico:
Se había colocado la casulla morada que yo me había quitado tras presidir el funeral. Era muy amplia, y con el viento que hacía no dejaba de ondear.
Además, como al parecer tenía frío en la cabeza, se había puesto su bonete de canónigo con la borla verde, que con la casulla morada le quedaba “como a un santo dos pistolas”.
Y para rematar la escena (según sus propias palabras: “Para que no se me enfríe la garganta”), llevaba puesta una bufanda de cuadros escoceses rojos.
Por mi mente, por un momento, creo que pasó una sombra de indignación y enfado por la falta de respeto al presentarse así vestido. Pero en el fondo, el hecho de ser el funeral de mi propia abuela fue lo que impidió que, tras la primera impresión, todos acabásemos en un escandaloso ataque de risa al presenciar aquella patética escena.
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Años después, comentando el hecho con un encargado de la funeraria, éste me dijo:
“Pues ahora, cuando acompaña a un cadáver al cementerio sigue vistiendo igual: la casulla morada, el bonete con la borla verde y la bufanda escocesa roja. Pero además, como ya le fallan las piernas, lleva también una gran cruz procesional que mete con el difunto en la parte de atrás del coche. Cuando la saca, ya en el cementerio, con el viento que hace allí… Entre la casulla ondeando, "el gorro ese raro" y la cruz que recuerda el báculo del obispo, ¡parece la foto del papa cuando vino a España!”
¡Genio y figura…!
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¡La paz contigo!

Blogger del día

Otro miembro de la comunidad blogger, esta vez ha sido el blog-stopista, se ha acordado de mí a la hora de repartir premios.
Recibo el “Blogger del día” con ilusión, pero no creo que consiga tiempo para escribir más (como algunos me piden).
Perdonad que de nuevo rompa la cadena, pero, como ya contaba en otra entrada, es lo único coherente que puedo hacer dado el poco tiempo que paso en la red.
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Por cierto, nunca he llevado bien las alabanzas (tal vez porque han sido tan pocas que no he tenido modo de acostumbrarme a ellas). En cierta ocasión, sin embargo, hubo unas palabras ante las que no supe como reaccionar:
Me despedía de los feligreses de una parroquia con los que había estado sólo siete meses (los cambios de destino, en mi caso, son habituales). Una señora bastante mayor, de las que solía asistir a la misa diaria, mientras me daba un par de cariñosos besos, me dijo emocionada: “Como voy a echarle de menos. Lo que más me gusta de usted es LO CORTO QUE ES”.
Quise interpretar sus palabras en sentido positivo y deduje que se refería a la brevedad en las celebraciones. Si no es así, por favor, no me saquen del error.
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¡La paz contigo!

Aceitunas rellenas

Siempre me ha llamado la atención cómo en todas las parroquias hay, moviéndose como pez en el agua, algún joven (o alguien que en su momento fue joven y sigue en la parroquia desde entonces) con alguna minusvalía psíquica o de coeficiente intelectual muy limitado. Entiéndase que hago esta observación con todo el respeto y cariño del mundo.
Mi teoría es que si siguen allí es porque se sienten queridos, valorados y acogidos. La comunidad les tiene un gran cariño (tal vez es precisamente a los curas a los que más nos cuesta recordar que “de los que son como niños es el Reino de los cielos”), y ellos, que en la iglesia se sienten “como en su casa”, están siempre dispuestos a echar una mano en lo que sea, metiendo más horas que nadie en esas pequeñas labores que hacen que todo funcione.
Pero eso no impide que en determinados momentos se produzcan situaciones “curiosas”.
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Al primer destino donde fui enviado, un barrio periférico de la capital, solía acudir un joven que, en realidad, pertenecía a una parroquia del centro. Era un hombretón de unos 27 años que había sido educado en un colegio de educación especial, el típico caso de lo que los psicólogos llaman ahora “personalidad border-line” (justo en la raya donde separaríamos el simple nivel intelectual bajo de la minusvalía psíquica leve).
Fernando, que así se llamaba, trabajaba de conserje en una oficina pública, lo que le permitía tener las tardes libres para, con cierta frecuencia, venir dándose un largo paseo desde el centro hasta nuestra parroquia. Allí se quedaba conmigo charlando y ayudándome en lo que podía. Tras la misa de la tarde, si yo no tenía ningún compromiso, volvíamos juntos al centro en autobús.
En cierta ocasión, llegó paseando como otras veces a la parroquia (serían aproximadamente las 5 de la tarde), pero justo en ese momento comenzaba una reunión de catequistas que, en principio, iba a ser bastante breve. Él dijo que no le importaba esperar, y que, mientras tanto, estaría recorriendo el barrio. Sin embargo, la reunión se fue alargando y alargando hasta tener que darla por concluida con precipitación porque eran casi las 8 y yo debía celebrar la misa.
Al salir me encontré con Fernando que aún estaba allí después de 3 horas, y le pedí que me acompañase a la sacristía mientras me contaba qué había estado haciendo todo ese rato. Él me dijo que había estado visitando los comercios del barrio y que incluso había hecho compras: en una tienda cercana había visto unas aceitunas rellenas de anchoa “con muy buena pinta” y había comprado algo más de ¼ de Kilo. Sonriendo, le dije que, cuando acabase la misa y volviésemos al centro en autobús, esperaba probar esas aceitunas; pero él, con toda naturalidad, me respondió que mientras esperaba a que acabase la reunión había abierto la bolsa y, poco a poco, se las había comido TODAS. Entonces me di cuenta de que, efectivamente, llevaba las manos vacías. ¡¡1/4 de Kg. de aceitunas rellenas de anchoa, de una sentada!! (Creo que ya no hace falta decir que el equilibrio emocional de Fernando no estaba totalmente desarrollado, y en momentos de ansiedad solía darle por comer de una forma compulsiva.)
Acabada la misa, nos dispusimos a coger el autobús urbano. Mientras lo esperábamos en la parada, empezó a comentar con tono gracioso: “¡Uy, que sed me está entrando!” No le di importancia, haciéndole ver que después del atracón que se había metido de aceitunas con anchoas, lo lógico es que tuviera sed.
Sin embargo, ya en el autobús, empezó a agobiarse y a decir en voz cada vez más alta: “¡Ay, que sed! ¡Ay, que sed!”
Después de atravesar el polígono industrial, viéndose ya cerca las primeras urbanizaciones de lo que se podía considerar casco urbano, empezó a decir a gritos: “¡Que no aguanto más! ¡Me tengo que bajar!” Yo le intentaba calmar diciéndole que allí en el descampado no había bares ni ningún lugar donde conseguir agua, pero él, cada vez mas agobiado, se puso de pie y, mientras se dirigía hacia el conductor (estábamos sentados en la parte de atrás del autobús), empezó a gritar como un loco: “¡Conductor, pare! ¡Pare, pare, conductor! ¡Pare, por favor!”
A pesar de que estábamos todavía bastante lejos de la primera parada, el susto que se dio el conductor hizo que parase el autobús casi en seco y abriese las puertas. Antes de que Fernando se bajase, yo me ofrecí a bajarme con él para acompañarlo, pero él me dijo acelerado: “No, no. Mañana nos vemos.”, y echó a correr por la acera (habíamos llegado ya a las primeras urbanizaciones).
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Me quedé preocupado, pero no tenía su teléfono ni sabía bien dónde vivía, así que estuve esperándole todo el día siguiente hasta que apareció como si nada hubiese pasado. Cuando le pregunté cómo había acabado la cosa, él me dijo con sencillez: “¿Pero no ves que yo me recorro ese camino casi todos los días? Me lo conozco de memoria, así que me acerqué a uno de los jardines (de alguna urbanización) ¡y abrí los aspersores!
No lo pude evitar. Me lo imaginé intentando beber ansiosamente de un aspersor de jardín, de rodillas en la hierba y empapándose toda la ropa, y solté una sonora carcajada. A él no pareció importarle porque empezó a reírse conmigo.
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¡La paz contigo!

Música

Siempre me ha gustado la música. Además, como mi cuadrilla de amigos era muy grande, había gran variedad de gustos musicales, y yo solía ser permeable a todos ellos.
Así, en mi juventud (y ahora también) la música que sonaba en mi habitación pasaba sin problemas de Pink Floid o Genesis (rock sinfónico) a Nuevo Mester de Juglaría (jotas castellanas), de Deep Purple (heavy metal) a Silvio Rodríguez (nueva trova cubana), o de los Blues Brothers (soul) a Gwendal (música celta).
Ya en la universidad, era uno de los pocos locos que se quedaban “hasta las tantas” viendo hasta el final el programa de televisión “La edad de oro”, con sus conciertos en directo de los grupos de la movida madrileña, y al mismo tiempo hacía todo lo posible por conseguir entradas (siempre las más baratas y a ser posible gratis) para asistir a un concierto sinfónico con piezas de Stravinsky o Mussorgsky.
Recuerdo como disfruté con el “Rock & Ríos”, y la rabia que me dio no poder asistir al famoso concierto de los Rolling Stones en Madrid (¿verano de 1982?), estando yo también bajo la misma tormenta.
Por suerte, en esto no he cambiado mucho, y en algún rato de relax nocturno puedes encontrarme acompañando con el bajo eléctrico una música de fondo de Chet Baker (jazz) o intentando sacar los acordes de alguna canción de los Beatles.

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Como he indicado, suelo estar rodeado de música. Pero tengo un gran defecto: no sé inglés (mi generación creo que fue la última en estudiar francés como idioma extranjero). Esto explica lo que voy a contar a continuación:
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Hace algunos años, no muchos, tuve que realizar un largo viaje en coche. La carretera era bastante monótona, hacía mucho calor (estábamos a mediados de agosto) y por aquella zona no se captaba ninguna emisora de radio, así que, para combatir el sopor tras la comida, busqué alguna cinta de música para cantar mientras conducía. Por desgracia, toda la música que llevaba en ese viaje era en inglés y, tras mucho rebuscar, lo único que encontré (debajo del asiento) fue una cinta de villancicos populares de la excursión navideña con los monaguillos.
Tenía tal aburrimiento encima que no dudé en ponerla a toda potencia. Lo cierto es que no podía haber elegido una música mejor: las canciones eran muy animadas y me sabía de memoria todas las letras.
En esas estaba cuando vi a un joven sentado en una piedra de la cuneta haciendo autostop. El joven, con cara de llevar bastante rato esperando que alguien parase, portaba en la mano un cartel donde estaba escrito su destino (a unos 150 Kms. de distancia), que casualmente coincidía con el mío. Así que detuve mi coche.
El joven vino corriendo con cara alegre, pero cuando abrí la ventanilla para decirle que podía subir al automóvil su cara cambió. Imagino que lo último que esperaba era encontrar a un cura vestido con clergyman escuchando a todo volumen “Arre, borriquito. Arre burro, arre”… ¡En pleno agosto! (Ciertamente, se me había olvidado apagar el radio-cassette)
El muchacho se disculpó diciendo que me había confundido con un amigo y que podía marcharme porque él se quedaba esperándole (No se le ocurrió otra excusa mejor. ¡Qué le vamos a hacer!), y sin dejarme decir nada dio media vuelta y volvió a sentarse en la piedra de la cuneta.
Opté por no forzar la situación y seguí mi camino entre carcajadas, acompañado por el sonido de zambombas y cascabeles.
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¡La paz contigo!

Recuerdos catequéticos (I)

Siendo seminarista, fui enviado durante varios años a trabajar pastoralmente los fines de semana en una parroquia del “casco viejo” de la capital. La parroquia comprendía una serie de manzanas con una población bastante marginal y problemática. (También pertenecía a ella calles con habitantes de alto nivel cultural y adquisitivo, pero todos aquellos padres llevaban a sus hijos a otras parroquias “menos conflictivas”.)
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La labor que me encomendó el párroco durante el primer año fue encargarme de un grupo de niños de Primera Comunión (8-9 años).
El primer día de catequesis presencié una escena que me dejó bien claro lo que me iba a encontrar.
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Aún no había llegado a la sala de catequesis cuando, a través de la puerta, vi que había ya varios niños esperándome. Dos niñas del grupo, al parecer, estaban enfadadas y se insultaban. Una le decía a la otra “gordinflona” y “culo-gordo”, y la otra le respondía diciéndole “cegata” y “gafotas” (Lo cierto es que una estaba excesivamente obesa para su edad, y la otra llevaba unas gafas con unos cristales de considerable grosor.)
Sin darme tiempo siquiera a entrar en la sala, apareció, no sé de dónde, la madre de la niña más gordita (por las dimensiones de la mujer, parecía fácil explicar la obesidad de la hija como herencia de la madre). La señora, muy airosa a pesar de su excesivo peso, se lanzó contra la niña de gafas agarrándola de los pelos mientras le gritaba: “¡Tu no insultas a mi hija, cuatro-ojos!” Pero la niña, en lugar de asustarse, empezó a pegar patadas a la señora diciéndole también a gritos: “¡Déjame en paz, foca! ¡Cacho gordaaaa!”
Rápidamente intenté separarlas, pero lo único que conseguí fue recibir un buen número de golpes perdidos de aquellas dos fieras.
Finalmente, cuando la señora, agotada, se cansó de recibir patadas, soltó a la niña, que aprovechó para meterse debajo de una mesa protegiéndose con los pies, que no dejaba de agitar para que nadie se le acercase.
La señora, debido al esfuerzo físico que había realizado a pesar de su gran grosor corporal, empezó a dar resoplidos de cansancio mientras se sentaba en una silla con evidentes signos de mareo. Ahí me tienes a mí intentando darle aire con unos folios, lo único que tenía a mano. (Le hubiera dicho que agachase la cabeza hasta la altura de las rodillas, pero dado su volumen corporal, aquello era totalmente imposible.)
Cuando por fin empezó a encontrarse algo mejor, le ayudé a llegar hasta la calle, donde con el fresco de la tarde pareció reaccionar, y unas vecinas se ofrecieron a acompañarle hasta su casa.
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Al volver a la sala de catequesis, me encontré a las dos niñas que habían empezado todo saltando por encima de las mesas, jugando, como si nada hubiera pasado.
Comprendí que aquel curso de catequesis iba a ser “muy largo”.

Recuerdos catequéticos (II)

Aquel año sabía que estaba dando catequesis a los hijos de buena parte de los traficantes de droga de la ciudad (no grandes traficantes de los que “se forran” a costa de la miseria humana, sino traficantes de “menudeo”, de los que malviven con lo que sacan porque también ellos están atrapados por ese veneno).
Era consciente de a qué tipo de familias pertenecían aquellos niños, pero no es lo mismo saber intelectualmente que ese mundo existe a ponerle rostros y nombres concretos. Por eso, me quedé bastante impresionado el día que, al empezar una sesión de catequesis y preguntarles cómo habían pasado la semana, un niño de 8 ó 9 años nos dijo: “Pues yo, el sábado tuve suerte y me gané unas pesetas.”
Al preguntarle qué había pasado, nos contó con toda naturalidad:
- “Vi a un tío corriendo porque le perseguía la policía. Al doblar la esquina tiró algo a un contenedor de basura. Cuando ya no se veía a nadie de los que corrían, como estaba solo miré en el contenedor a ver qué es lo que había tirado. Total, que en la bolsita había ¿…? gramos de ¿…? (una droga), y como está a ¿tanto? el gramo, me he sacado 15000 pesetas.”
Yo, asustado, le dije: “¿Pero tú no tomas de eso, no?”
Y él, con una sonrisa, contestó: “¡No, hombre! ¡Todavía no!, que soy muy pequeño.”
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Han pasado de esto casi 20 años. No recuerdo el tipo de droga que encontró, ni la cantidad. Ni siquiera recuerdo bien la cara de aquel niño. Pero ese “¡Todavía no!” se quedó grabado en mi memoria.
Cuantas veces rezo por aquel niño (hoy tendrá ya casi 30 años), por él y por tantos otros como él, para que ese “¡Todavía no!” se dilate lo más posible en el tiempo.
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¡La paz contigo”

Trucos para el hogar

No deja de asombrarme la cantidad de gente “curiosa” que se va uno encontrando por la vida.
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En cierta ocasión, al ser trasladado a un nuevo destino, me propuse, como es mi costumbre, visitar a todos los enfermos y personas mayores del pueblo, especialmente a los que no salían con frecuencia a la calle ni podían asistir de forma asidua a la Misa dominical.
Siguiendo la lista que me había dejado el sacerdote anterior, me acerqué a la casa de una encantadora señora mayor que me hizo pasar a la cocina. Era una cocina bonita (se veía que la habían reformado recientemente), amplia, limpia y soleada. Podía apreciarse que aquella mujer hacía allí su vida la mayor parte del día: tenía un televisor pequeño, junto a la ventana había una sillita baja con un costurero, en la mesa junto a la pared estaba la última hoja parroquial y el “Mensajero de San Antonio”…
Una de las cosas que más llamaba la atención al entrar era la cantidad de imágenes de la Virgen María que había en aquella habitación: un calendario grande de pared con la Virgen de Fátima, pequeños recordatorios de viajes sobre la encimera de la cocina con las vírgenes de Covadonga y Lourdes, calendarios de mano en la mesa con la Virgen del Pilar y varias Inmaculadas de Murillo, cuadritos pequeños en las paredes con la Macarena y la Virgen del Carmen...
Al hacerle alusión a su devoción mariana, la señora me dijo que todos los días rezaba el rosario ayudada por una cinta de cassette.
Efectivamente, encima de la mesa había un radio-cassette, y junto a él dos cintas: una de ellas era un rosario grabado.
La otra cinta, que me llamó especialmente la atención encontrar allí, era de “Marchas Militares de la Legión Española”. (Para aquellos que lo desconozcan, la “Legión” es un cuerpo del Ejercito de Tierra Español, que tiene como característica que desfilan con una cadencia de 140 pasos por minuto, por lo que sus marchas específicas llevan un ritmo vivísimo.)
Pregunté a la señora si tenía o había tenido algún familiar en la Legión, pero ella no entendía el motivo de la pregunta. Cuando le indiqué que había visto la cinta de “Marchas militares”, ella me contestó con naturalidad: “No, hijo. Si eso lo uso para fregar los platos.”
Ante su respuesta yo sólo pude exclamar algo parecido a: “¿¿Cómo…??”
Y ella, tratando de explicarme algo evidente, me dijo: “Mira, cuando veo que la cazuela tiene mucha grasa, me pongo la cinta con las marchas militares ¡y me da un brío...! Froto con una energía que da gusto y se queda todo limpísimo. Lo tienes que probar.”
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No lo he dicho: ¡¡La señora tenía casi 90 años!!
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Sinceramente, nunca he seguido su consejo, pero aquí lo dejo por si a alguien le puede ayudar.
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¡La paz contigo!

THINKING BLOGGER AWARD

Hace unos meses, el creador del blog Pensar por libre me otorgó un premio: un "Thinking Blogger Award". En un primer momento me pareció una broma.
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A mis 44 años ya empiezo a tener mala memoria (siempre la he tenido pésima) y poco a poco las cosas se van olvidando. Por ello, mi primera intención al crear “El blog del tío cura” fue utilizarlo como un almacén donde conservar recuerdos. No esperaba que nadie lo leyese (bueno… familiares y algún que otro amigo, sí).
Además, ¡sobre nuevas tecnologías, no tengo ni idea! Hace menos de un año, ni siquiera había entrado en internet, y lo poco que conozco es porque me lo ha recomendado algún sacerdote mas joven (como el que me colocó recientemente el contador de visitas para engordar mi vanidad).
Por ello, al ver que lo del premio iba en serio, a mí, que desconozco todo lo relacionado con este mundo de los blogs, no se me ocurrió otra cosa que escribir a quien me lo otorgaba agradeciéndole el detalle, pero olvidé preguntarle qué implicaciones conllevaba el recibir el premio. (A él le habían premiado tres veces, y yo pensé que, hasta que no hicieran conmigo lo mismo, no podía colocar el botón del premio en mi propio blog.)
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Hoy, al responder al comentario de otra persona, he encontrado las bases del premio:

1.- Si, y sólo si, alguien te da el premio escribe un post con los 5 blogs que te hacen pensar.
2.- Enlaza el post original para que la gente pueda encontrar el origen del premio.
3.- Opcional, enseña el botón del premio enlazando el post que has escrito dando tu premio.

Pero hasta para cumplir estas normas necesito ayuda:
1º.- Para poder premiar 5 blogs seriamente, sin devaluar el premio en sí, debería antes conocerlos y frecuentarlos, pero… ¿cómo voy a hacerlo, si ni siquiera tengo tiempo para visitar de vez en cuando el mío? (¿Cómo lo hacen todos ustedes?)
2º.- Las bases dicen que “enlace el post original”. ¿¿Y ESO QUÉ ES?? ¿¿Y CÓMO SE HACE??
3º.- Del mismo modo, no tengo ni idea de lo que significa el punto 3 de las bases del premio.
Lo único que entiendo es que puedo poner el botón del premio en mi blog, cosa que hago con orgullo porque alguien ha valorado mi trabajo (aunque lo realice en ratos perdidos).
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Por cierto (ya que en esta entrada me estoy refiriendo a mi propio blog), el otro día una periodista me preguntó por e-mail si en mis parroquias conocían la existencia de “El blog del tío cura”. La respuesta es NO, y la razón es evidente: las anécdotas que cuento son todas reales, recuerdos de los pueblos por los que he pasado y de la gente con la que me he cruzado en la vida. Algunas de estas personas, si se reconociesen o fueran reconocidas por alguien, podrían sentirse ofendidas. No trato de describir ni de juzgar a nadie, sino de reconocer que hechos tan divertidos (o tan tristes) como los que cuento siguen teniendo lugar en pleno siglo XXI.
Por eso (y esto va dirigido a amigos y conocidos), en vuestros comentarios no hagáis referencia a mi identidad, pues me obligáis a borrarlos.
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Y para los que han leído este rollo hasta el final, una anécdota breve:
En el libro de texto de religión, en 5º de Primaria, aparecía la palabra OMNIPOTENTE, y uno de los alumnos pregunto en voz alta su significado.
El profesor, un compañero mío que estaba haciendo prácticas de magisterio, respondió académicamente:
- “Omnipotente” significa “que lo puede todo”, “que es todopoderoso”.
Y tras su respuesta, para reforzar la idea, preguntó a toda la clase:
- A ver… Según eso, ¿quién es omnipotente?
Un alumno levantó la mano agitándola con viveza y contestó con seguridad:
- ¡¡SUPERMÁN!!
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¡La paz contigo!
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P.D.: Efectivamente, el niño del triciclo soy yo en el año 1965.

12 - 1

Hace casi 25 años, un hecho bastante intrascendente unió a prácticamente todos los españoles haciéndonos gritar al mismo tiempo: ¡GOOOOL! Y es que España ganaba por 12 goles a 1 a… ¡Malta!
Sin embargo, cuando se habla de aquel “acontecimiento”, en mi mente se repite una imagen mucho más surrealista.
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Era el 21 de diciembre de 1983. Yo, con 20 años, acababa de llegar, para pasar las vacaciones de Navidad, al pequeño pueblo en el que mi padre estaba destinado como funcionario. Aquel día, mi hermano Félix y yo habíamos planeado ver el partido en casa, “tumbarreados” en el sillón, bien cómodos, con los pies sobre la mesita baja de mármol que había en la salita.
El primer tiempo del partido había sido más bien decepcionante (teníamos que ganar por una diferencia de “11 goles” para poder clasificarnos para la Eurocopa de 1984, que se celebraría en Francia, pero el resultado por el momento era de 3-1).
Justo cuando comenzaba el segundo tiempo, llamaron a la puerta. Era un vecino del pueblo que buscaba a don C…, nuestro padre, pues al parecer había quedado con él para tratar algún asunto.
Le estaba explicando que no se encontraba en casa, que le habían avisado de una urgencia en un pueblo vecino, y que no sabía cuando volvería, cuando oí a mi hermano desde la salita gritando ¡¡¡Goool!! No queriendo perderme la repetición del gol de España, invité con urgencia al señor a que pasase con nosotros a la salita y esperase allí a mi padre.
Pronto descubrí que aquello había sido un error. La presencia de aquella persona nos obligaba a sentarnos y actuar “correctamente”, y la educación y la prudencia ante el desconocido nos impedía celebrar con gritos y de forma desmesurada (como hubiera sido nuestro deseo) los goles que, uno tras otro, iban cayendo en la portería de los malteses.
Aquel hombre, por el contrario, se sentía cada vez más desinhibido y metido en el partido. No se si aquella persona entendía de fútbol o si, por el contrario, simplemente se había contagiado de la euforia con que el comentarista narraba las jugadas y cantaba los goles. Fuera por lo que fuere, el caso es que nuestro invitado parecía entender claramente que tras la borrachera de goles que había visto, y a falta de pocos minutos para acabar el encuentro, a España le faltaba sólo un gol para clasificarse para la Eurocopa (el comentarista no dejaba de repetirlo a gritos). A cada minuto se iba poniendo más colorado y no paraba de resoplar y de moverse en el tresillo que compartía conmigo.
Así, cuando el comentarista del partido gritó con una voz ya afónica “¡Gooooool!¡Gol de Señor!”, aquel vecino, en un acto reflejo, ¡¡se subió a la mesita de mármol y empezó a dar saltos de alegría sobre ella con los brazos en alto.!!
Mi hermano y yo, asombrados, en lugar de mirar la repetición del gol y los abrazos entre los jugadores, nos mirábamos el uno al otro y a aquel hombre totalmente fuera de sí.
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Finalmente, cuando la euforia de nuestro invitado se fue transformando en vergüenza al ser consciente de lo ridículo de su situación, le ayudamos a bajar de la mesa y comenzamos a comentar la jugada del gol como si nada de aquello hubiera pasado, intentando aparentar normalidad.
Seguimos viendo el partido hasta el final, tan sólo unos minutos más, pero ya apenas hablamos ni hicimos una especial celebración cuando el pitido final del arbitro nos dejaba definitivamente clasificados para la Eurocopa. Él seguía abochornado por su actitud y nosotros nos sentíamos también bastante incómodos.
Cuando finalmente llegó nuestro padre y ambos salieron de casa para resolver sus asuntos, mi hermano y yo estallamos en una sonora carcajada que el pobre hombre tuvo que oír desde la escalera.
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Por cierto, en aquella Eurocopa, para la que tan “heróicamente” nos habíamos clasificado, acabamos subcampeones de Europa al perder la final ante la anfitriona Francia.
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¡La paz contigo!

Mala temporada (I)

Acabo de cambiar de parroquia. Mi nuevo destino, como tantos otros, no es fruto de una planificación pastoral de la diócesis, sino una solución de urgencia (esta vez el motivo ha sido la repentina enfermedad del párroco anterior) que no ha hecho excesiva gracia a algunos miembros activos de la parroquia.
Debo reconocer que los planteamientos pastorales del párroco anterior y los míos no son “exactamente” iguales, y que, por tanto, el pueblo tendrá que adaptarse a mi forma de ser y trabajar, y yo a las características propias de la comunidad parroquial de la que ya formo parte. Si a esto le añades el gran don de gentes que tenía mi predecesor, no es de extrañar que me esfuerce por acertar en mis primeras acciones pastorales importantes y por ganarme el afecto de los feligreses. Sin embargo, esta primera semana ha sido “gloriosa”. Aquí van tres ejemplos:
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1º.- Primera semana… y primer funeral. Como estaba previsto que comenzase a las 5 de la tarde, creí que no había problema en comer con unos familiares en un pueblo cercano, a no más de 10 kilómetros de distancia. A las 3 y media ya estaba arrancando el coche para regresar. ¡Cómo podía suponer que un accidente entre dos camiones, a tan sólo 5 kilómetros de mi destino, iba a provocar un atasco monumental! Entre la retención inicial y la ruta alternativa (unos 45 Kms más) organizada por la guardia civil y encabezada por un camión articulado que nos hizo circular a todos a 50 Km/h, para cuando llegaba a la iglesia eran las 5 en punto de la tarde.
En un principio respiré aliviado al ver que aún no había llegado el coche fúnebre con el cadáver, pero en cuanto crucé las puertas del templo una vecina me sacó de mi error al decirme: “¿Pero qué hace aquí todavía? ¡Si le están esperando en casa del difunto para iniciar la conducción!” (Nadie me había advertido de esa costumbre en el pueblo.) Total, que para cuando empezábamos el funeral llevábamos más de un cuarto de hora de retraso. ¡Empezaba bien en el pueblo!

Mala temporada (II)

2º.- El párroco anterior componía un práctico boletín parroquial que, además de incorporar un comentario al Evangelio del domingo, era el instrumento ideal para dar a conocer todas las celebraciones y reuniones de la semana. El boletín se dejaba en las mesitas de la iglesia en las misas del sábado y del domingo y, al parecer, todo el mundo la recogía.
Mi idea es continuar esta iniciativa y he preparado especialmente el boletín durante toda la semana, pues no imagino mejor modo de presentarme a todo el pueblo y de convocar a padres, catequistas y grupos parroquiales a sus respectivas reuniones para que comience ya el curso pastoral a pleno rendimiento.
Estaba satisfecho del resultado, tanto en la estética del nuevo boletín parroquial como en su contenido, pero… en el último momento le ha dado a la fotocopiadora parroquial por atascarse. He hecho todo lo imaginable para intentar sacar de los rodillos el folio atascado, pero no ha habido manera. La parroquia tiene un contrato de mantenimiento de la fotocopiadora con una empresa pero “precisamente” los sábados los técnicos no trabajan.
Total, tras la misa del sábado por la tarde, nuevas disculpas ante toda la comunidad por no haber podido hacer la hoja parroquial. ¡Espero que no piensen que es fruto de mi dejadez!, aunque algunos ya empezaban a recordar en voz alta a la salida de misa que, pocos días antes, ya había llegado tarde al funeral.
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3º.- Aun había un modo de reconciliarme con toda la comunidad. Hoy era primer domingo de Octubre y aquí se tiene la costumbre de celebrar el Rosario de la Aurora, un rosario por las calles a las 7 y media de la mañana para acabar a las 8 con una Eucaristía. Esta vez no podía fallar y los feligreses debían percatarse de que compartía con ellos la devoción a nuestra Madre, Santa María. Incluso había preparado una homilía en la que tomando el Evangelio del día (“Somos unos pobres siervos. Hemos hecho lo que teníamos que hacer.”) lo vinculaba a la actitud de humildad y gratitud de María y a sus palabras en la Anunciación: “Aquí está la esclava del Señor.” Pero… a media tarde me he empezado a encontrar mal, tenía fiebre y no paraba de toser (estos cambios de tiempo van a acabar conmigo).
Total, que viendo que el catarro iba a peor, la fiebre no bajaba y estaba totalmente afónico, he tenido que llamar por teléfono a un sacerdote que está pasando unos días en el pueblo para que presidiera él el Rosario de la Aurora y la Eucaristía. Más tarde, he oído debajo de mi ventana a un grupo de feligreses que volvía del Rosario y que comentaban: ¡El cura nuevo… seguro que aún está en la cama!
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Como he dicho al principio, esta primera semana en mi nueva parroquia ha sido “gloriosa”.
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¡La paz contigo!
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¡Señor, creo que empiezo a entender tu sentido del humor!

El mando a distancia

Dice un antiguo refrán castellano: “No se puede estar repicando las campanas y en la procesión.” Actualmente, con los avances tecnológicos, hasta esto ha cambiado.
Hoy he asistido a las fiestas patronales de un pueblo vecino. En la procesión del santo, el sacerdote portaba un mando a distancia que le permitía hacer sonar de vez en cuando las campanas de la iglesia durante el recorrido. Me ha traído a la memoria una curiosa anécdota:
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Hacia el año 1993, el párroco de un pueblo próximo al mío aprovechó la restauración del campanario para electrificar las campanas. El nuevo sistema permitía una gran variedad de repiques de las campanas con sólo apretar el botón adecuado en un programador instalado en la sacristía. Además, disponía de un sistema de control remoto por el cual el toque programado podía activarse desde cualquier parte del pueblo mediante un mando a distancia (el que la iglesia estuviera en lo más alto del pueblo facilitaba la cobertura).
El mando a distancia era realmente pequeño (teniendo en cuenta los modelos que he visto posteriormente). Podía llevarse perfectamente en el bolsillo del pantalón y era de muy sencillo manejo, pues sólo disponía de dos botones: el de encendido y el de apagado.
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En la primera fiesta con procesión que hubo en el pueblo, nos invitó a todos los curas de los pueblos cercanos y nos mostró orgulloso el nuevo sistema. ¡Era el primer mando a distancia para campanas instalado en la diócesis!
Todo salió perfecto, y lo de tocar las campanas estando en la procesión fue todo un éxito.
Pero hubo un problema. Al final de la celebración, el sacerdote se metió el mando a distancia en el bolsillo y se olvidó de él. Aquella noche, ya en su casa, tuvo necesidad de ir al servicio, y al bajarse los pantalones, accidentalmente, apretó el botón del mando a distancia y todas las campanas empezaron a voltear.
Los vecinos del pueblo, al escuchar el repique de las campanas a aquella hora tan intempestiva, supusieron que se estaba tocando a fuego. Dejando el baile fueron corriendo a la casa parroquial, adosada a la iglesia, y llamaron al cura para conocer el motivo del toque de alarma. Él, nervioso por la situación, en lugar de poner alguna excusa, les contó con toda sinceridad lo sucedido, lo que provocó grandes carcajadas por parte de todos.
Desde entonces en ese pueblo, cada vez que suenan las campanas en horarios especiales suelen decir: ¡Mira…! ¡El cura, que está en el “trono”!
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Cuando coincidimos con ese cura en alguna procesión, suele recordarnos: ¡Yo fui el primero de la diócesis que pudo estar repicando las campanas y en la procesión!, lo que hace que en nosotros, que conocemos TODA la historia, brote una sonrisa maliciosa.
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¡La paz contigo!

Casarse "por la Iglesia"

Lo que voy a contar parece la continuación de la anécdota anterior, pero lo cierto es que el hecho ha pasado hace apenas unas horas, y el que lo ha sufrido me ha pedido que lo incluyese en el blog.
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Hoy tenía que tratar un asunto con el párroco de la catedral. Cuando he llegado a su despacho salía de allí una chica joven, de unos 27 años.
Al entrar, me he encontrado al párroco con una expresión de asombro e incredulidad mientras decía en voz alta: ¡Esto ya es un cachondeo!
Sin darme tiempo para sentarme, me ha empezado a contar lo sucedido:
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- Llega esa chica diciendo que quiere casarse aquí. Sin dejar de hablar, me cuenta es de Bilbao y le hubiera gustado casarse en la basílica de la Virgen de Begoña, pero no ha sido posible por no sé qué motivo; así que, como su novio es de un pueblo cercano a aquí, ha decidido que el sitio más bonito para la ceremonia es la catedral, y que la fecha tenía que ser el 16 de agosto.
Cuando le he dicho que en esa fecha la catedral estaba ya ocupada, ella, sin dejar de hablar, ha afirmado rotundamente que tenía que ser ese día porque “ya tenía reservado el restaurante”.
Tras volver a consultar la agenda, le he repetido que en esa fecha la catedral estaba ocupada. Y ella, con toda naturalidad y sin darle la menor importancia, ha dicho: “Bueno, pues me casaré por el juzgado”. Y sin más explicaciones se ha levantado y se ha ido.
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Efectivamente,... ¡Esto ya es un cachondeo!
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¡La paz contigo!

Simbología ¿cristiana?

En el año 2002 fui invitado a una ordenación sacerdotal en Takamatsu (Japón). No se muy bien el motivo (supongo que fue debido a que la catedral de allí no es muy grande, teniendo en cuenta el número de personas que se esperaba que asistieran), pero la celebración tuvo lugar en un hotel a las afueras de la ciudad.
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Me sorprendió encontrarme dentro del recinto del hotel, en unos bellos jardines japoneses, con lo que parecía ser una hermosísima iglesia construida recientemente donde se combinaban, con exquisita elegancia, rectitud de líneas, modernidad y tradición.
En el interior, el arquitecto había jugado con las tonalidades que entraban a través de las modernas vidrieras, creando un ambiente a la vez cálido y de recogimiento. ¡Vamos, que uno sabía que estaba en un lugar de oración!
Presidía el presbiterio una gran cruz vacía.
Me extrañó que, faltando poco más de una hora para que empezase la celebración, el lugar estuviese vacío.
Un seminarista japonés (¡que hablaba perfectamente el español!) me sacó de mi error: la ordenación sacerdotal no iba a tener lugar allí, porque aquello no era una iglesia.
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Al parecer, en Japón (después también he acabado viéndolo en España), muchos hoteles, además de ofrecer el salón del banquete y habitaciones para los invitados, tienen lugares como aquél para que allí mismo pueda celebrarse la ceremonia matrimonial. Tratan de imitar, aunque dándoles un toque de su propia cultura, las bodas occidentales que salen en las películas americanas y en los culebrones. Y no se conforman con el edificio, sino que incluso facilitan al oficiante de la ceremonia albas y casullas de las más variadas formas y colores. Vamos, aparentemente como en nuestras iglesias, pero cuidando mucho más la estética, los símbolos y la calidad de los materiales.
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Le comenté al seminarista japonés que me había impresionado el gusto y la belleza del lugar, pero que echaba de menos la figura de Cristo en esa gran cruz. Él me contestó sonriéndo:
- “¿Pero es que no lo entiendes? Ninguno de los que se casa aquí son cristianos. Les gusta casarse en este lugar y que el encargado de la ceremonia se disfrace de cura, del mismo modo que a los que se casan en Las Vegas les gusta que el oficiante se disfrace de Elvis Presley. Además, excepto los cristianos, ningún japonés entendería que la ceremonia de su matrimonio estuviese presidida por la figura de un hombre torturado y muerto.”
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¡La paz contigo!

Ateísmo "teórico"

En casi todos los pueblos donde he ejercido el ministerio, he encontrado a ese entrañable señor mayor que ejerce de ateo.
Sus vidas son siempre muy parecidas:
- vivieron en su propia familia la represión que siguió a nuestra triste guerra civil,
- siempre se han sentido vinculados (más pasional que racionalmente) a esos partidos que tienen como bandera el rechazo de todo concepto de Dios,
- han tenido experiencias especialmente negativas en su encuentro con algún sacerdote o con algunos vecinos “de los de misa diaria”,
- la muerte por enfermedad o accidente de algún ser querido en edad temprana les hace responder con cierta ironía ácida ante el anuncio de un Dios que es Amor…
Y, sin embargo, son hombres que han cimentado su vida en unos profundos valores cristianos y tratan de ser consecuentes con ellos, a pesar de que la inercia les haga sentirse distanciados (no enfrentados).
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En cierta ocasión, me crucé en la plaza con uno de estos vecinos, ya jubilado, que estaba sentado en un banco. Cuando aún no había llegado a su altura me saludó con un “Buenos días”. Por el tono y la mirada, me pareció que tenía ganas de contarme algo, así que me senté con él en el banco mientras le saludaba. Él fue directo al asunto:
- Ayer vinieron una pareja de esos que van predicando por las casas, los Testigos de Jehová. Pero yo ya se lo dejé bien claro: “¡Conque no creo en la Iglesia Católica, que es la verdadera…! ¡Como para creer en la vuestra!”
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¡La paz contigo!

¡Estos jóvenes...! (I)

El otro día, en una reunión de curas, alguien contó un chiste que la mayoría ya habían oído. Cuando yo les dije que eso era un hecho real, todos comentaron que se trataba de una “leyenda urbana” de sacristía. Tuve que ponerme serio para decirles que sabía muy bien de lo que hablaba porque me había sucedido a mí.
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Desde hace bastantes años, tengo la costumbre durante los cursillos prematrimoniales de hacer una propuesta a los novios que no están confirmados: tener, después del cursillo, algunas catequesis específicas del Sacramento de la Confirmación y luego, de acuerdo con el obispo, asistir con ellos a alguna parroquia en la que haya programadas Confirmaciones, para que reciban también el sacramento. La propuesta es siempre bien recibida y no hay año en que no me presente en alguna parroquia de la capital con un pequeño grupo de jóvenes adultos ilusionados, que destacan entre la multitud de adolescentes.
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En una de estas celebraciones de la Confirmación, en una parroquia de religiosos, el presbiterio (el lugar donde se colocan los curas en la celebración) estaba prácticamente lleno y tuve que sentarme con una banqueta justo al lado del ambón (donde se lee las lecturas).
Un chico de unos quince años, al que le tuve que señalar que se quitase el chicle de la boca, subió para proclamar la lectura. Al parecer, se había preparado lo que tenía que leer, pero en algún folio que le habría dado su catequista, pues por su reacción parecía ser la primera vez que veía un leccionario.
Con voz apresurada dijo en voz alta:
“¡Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo!”
Pero luego, al ver la cita bíblica en números rojos, se quedó callado y, no sabiendo que hacer, giró la cabeza hacia mí y me dijo en voz baja:
“¿El número de teléfono también se lee?”

¡Estos jóvenes...! (II)

Hace unos años, me llamaron de una parroquia para que ayudase a confesar a un grupo de jóvenes que iban a recibir pronto la Confirmación. Era un grupo numeroso y los sacerdotes que habíamos asistido estábamos sentados en los bancos de la iglesia, bastante separados unos de otros para preservar la intimidad del sacramento.
Uno de los jóvenes, que no parecía muy dado a frecuentar el Sacramento de la Reconciliación, quedó muy contento y reconfortado con “la experiencia” y, tras dar las gracias, se dispuso a marcharse sin haber recibido la absolución.
Yo le sujeté del hombro mientras le decía: “Espera un momento”; y estiré la mano para darle la absolución (tal como aparece en la fotografía). Él, rápidamente, como un acto reflejo, estiró también su mano y la chocó contra la mía mientras me decía: “¡Guay, tío!”
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¡La paz contigo!

El Zorro

Los niños actuales, inmersos en un mundo de información que a mí a veces me desborda, no dejan de impresionarme:
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El otro día, en un parque temático (Port Aventura, para más señas), un actor disfrazado como el famoso personaje “el Zorro”, se acercó durante su actuación a un niño que no tendría más de cuatro años y le dijo solemnemente: “¿Sabes quién soy?”
El niño, con un tono de voz igualmente solemne, digna de los actores de las películas de aventuras de los años cuarenta, le respondió:
“¡SÍ! ¡DON DIEGO DE LA VEGA!”
Entre las carcajadas y los aplausos de los espectadores, la cara que se le quedó al actor fue lo mejor de la tarde. Seguro que él (como yo) no tenía ni idea de la auténtica personalidad de su personaje.
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¡La paz contigo!

El trabajo de fin de curso

La otra tarde me encontré con un antiguo compañero de seminario y, como suele pasar en estos casos, acabamos hablando de aquellos tiempos y de las vivencias comunes. Me recordó algo que le sucedió a él y que yo tenía casi olvidado:
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En el estudio de la teología, como en cualquier estudio universitario, existen asignaturas de las llamadas “marías”, que en la mayoría de los casos su etiquetado como tales tiene más que ver con la falta de capacidad del profesor que con el interés del contenido.
También nosotros teníamos nuestras “marías”, especialmente una en la que el profesor conseguía que en su clase hiciésemos de todo menos perder el tiempo escuchándole leer su manual (debo confesar que yo llegué a leerme en su aula el libro entero “Lettres de mon moulin”-Cartas desde mi molino- de Alphonse Daudet, en su francés original).
Los compañeros que habían pasado otros años por esa asignatura nos avisaron ya el primer día de que a final de curso bastaría con presentar un trabajo sobre la materia para aprobar, así había sido durante años y años y nada hacía prever que esta vez fuera a ser diferente.
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El curso pasó rápidamente y para cuando nos dimos cuenta faltaba sólo una semana escasa para presentar el trabajo. Todos los alumnos tuvimos que bucear en la biblioteca (entonces todavía no teníamos Internet) esperando encontrar un artículo en alguna revista de teología que nos permitiera salir del paso.
El antiguo compañero que me recordó esta anécdota iba un poco retrasado con otras asignaturas así que dejó lo de la “recopilación de información” para última hora. Como consecuencia, ya habíamos cogido casi todos los temas a tratar, especialmente aquellos sobre los que era más fácil encontrar material.
Él no perdió el tiempo revisando artículos recientes, estarían ya todos “utilizados”, y directamente se subió a la escalera móvil para consultar las revistas más antiguas. Precisamente al sacar algunas para revisar sus contenidos se dio cuenta de que detrás había algo que impedía colocarlas bien. Era uno de los primeros números de la revista “Concilium” y todo parecía indicar que llevaba allí bastante tiempo fuera del acceso de todo el que visitase la biblioteca. En la portada informaba de los principales artículos que contenía, y uno de ellos era exactamente lo que él andaba buscando.
Sin siquiera abrir el ejemplar, lo llevó a su habitación dispuesto a transferir literalmente su contenido a los folios en blanco que tenía ya junto a su máquina de escribir. Todavía recuerdo su cara (estaba yo con él) cuando al abrir la revista por la página indicada pudimos leer, escrito con lapicero sobre el título del artículo:
“Este trabajo ya lo ha leído don Felipe”.
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¡La paz contigo!

El funeral (I)

Uno de los momentos más complicados de mi vida pastoral fue un entierro que tuve que presidir en una parroquia que ni siquiera era de mi diócesis.
El párroco del lugar debía ausentarse un par de días, y como mi parroquia era la más cercana, a pesar de pertenecer a otra provincia, me pidió que me encargase de sustituirle en caso de alguna urgencia.
Como suele ocurrir (preguntad a los curas de vuestra parroquia), apenas se hubo marchado, me avisaron de la muerte de una vecina. El entierro de la señora mayor, que había fallecido en la capital, debía realizarse al día siguiente.
No conocía bien la iglesia ni las costumbres y, gracias a Dios, me presenté con una hora de anticipación. Allí me estaba esperando el sacristán, de unos 40 años, con un grado leve de autismo que le permitió recibirme de la siguiente manera:
“Buenas tardes Don *** (nombre y dos apellidos), que nació el día *** de *** del año *** en ***, vive en *** calle *** número *** , su número de teléfono es el *** y conduce un coche de color *** marca *** con matricula ***.”
(Al parecer, su párroco le había contado toda mi biografía para que él no tuviese dudas de que yo era quien decía ser. Según me contó después el párroco, eso le daba seguridad y evitaba que se pusiese nervioso en situaciones que rompían la rutina, como era el caso de un funeral, y más si no era presidido por el cura de costumbre.)
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Al entrar en el templo parroquial surgió la primera dificultad. Se habían quemado los plomos con un rayo que había caído la noche anterior. Por suerte, se presentó el alcalde del pueblo, que conocía la instalación (bastante antigua), y comenzamos la tarea de reparar todo aquello.
Aún estaba el edificio a oscuras cuando alguien entró en la iglesia diciendo que el coche fúnebre ya había llegado. Faltaban más de quince minutos para la hora señalada para el funeral, y todavía no estaba preparado ni el lugar donde colocar el féretro, así que dije que no entrasen al cadaver todavía en la iglesia, y encargué al sacristán que preparase lo necesario para colocar el ataúd, mientras el alcalde y yo seguíamos en la torre intentando arreglar los plomos.
Cuando por fin tuvimos corriente eléctrica de nuevo, al salir de la torre, contemplé asombrado lo que el sacristán había colocado para depositar el cadáver: ¡¡una antigua mesita de escuela para niños de pre-escolar, de unos 30 por 40 centímetros!!
Por suerte, en la sacristía encontramos algo más adecuado.
Finalmente salimos a recibir al cadáver con apenas unos minutos de retraso, pero nos encontramos con algo que yo desconocía: el coche fúnebre se había marchado y los familiares y vecinos llevaban turnándose cargando con el cadáver desde que me habían avisado. ¡¡CASI VEINTE MINUTOS CON EL FÉRETRO AL HOMBRO!!

El funeral (II)

Entramos en la iglesia y comenzó el funeral, pero tras leerse la primera lectura, los mal reparados plomos volvieron a fundirse, quedándose el templo totalmente a oscuras. El sacristán, espontáneamente, dio una palmada y grito: “¡Ala! ¡Ya se ha ido la luz!”, lo que provocó una carcajada general de toda la asamblea.
El alcalde se dirigió de nuevo a la base de la torre a intentar arreglar la avería, pero la cosa se dilataba. Era ya media tarde, y ese día de invierno estaba especialmente nublado. Si esperábamos más, no tendríamos luego luz para dar sepultura al cadáver, así que opté por seguir la celebración, leyendo el evangelio y predicando a la luz de las dos velas del altar.
Después, para que el altar estuviese suficientemente iluminado durante la consagración, trajeron todas las velas de los altares laterales. Justo cuando estaba todo preparado volvió la luz, y el sacristán comenzó a soplar con alegría, una a una, todas las velas como si fuese una gran tarta de cumpleaños, lo que produjo el consiguiente murmullo de comentarios en la asamblea.
Con todo aquello, el sacristán había ido poniéndose cada vez un poco más nervioso y a esas alturas de la celebración empezó a tirarme de la manga y a decirme una y otra vez: “Luego hago yo el responso, que usted no sabe lo que se hace aquí.”
Efectivamente, en cuanto acabó la celebración de la eucaristía e iba a iniciar el responso, él me dio un empujón que me sacó del altar, y colocándose en el centro comenzó a recitar una serie de oraciones en favor de la difunta y de letanías invocando a todos los santos posibles. Nuevamente brotó el continuo murmullo de comentarios en la asamblea.
Opté por no empeorar las cosas y dejarle acabar sus letanías, que se prolongaron durante varios minutos.

El funeral (III)

Cuando el sacristán me hizo un gesto significativo de que ya había acabado sus oraciones, hice señas a la familia para que cargasen con el ataúd para iniciar el camino hacia el cementerio, pero en ese momento a una mujer de la primera fila, de entre 55 y 60 años, le dio un ataque de histeria y levantándose del banco se agarró fuertemente al féretro mientras no dejaba de gritar “¡¡ MADRE, ¿POR QUÉ TE HAS IDO? !!”
Familiares y amigos intentaban que soltase el ataúd, pero ella cada vez se agarraba con más fuerza. Esta situación se prolongó más de 10 minutos, hasta que con gran esfuerzo entre varios consiguieron soltar a la mujer, lo que aprovecharon algunos hombres para sacar el féretro de la iglesia.
No se si era la costumbre en ese pueblo o si los que portaban el cadáver tenían miedo de que la hija de la fallecida volviera a hacer otra escena, el caso es que los hombres que cargaban con el ataúd tomaron el camino del cementerio (que estaba a bastante distancia del pueblo) a gran velocidad, hasta el punto de que el resto de la comitiva, conmigo a la cabeza, casi los perdimos de vista a pesar de ir también nosotros a buen paso.
Para cuando llegamos los primeros al cementerio, a los que portaban la caja ya les había dado tiempo de depositarla junto al nicho que le correspondía: era el más bajo, a ras de suelo.
Con ligereza realicé las oraciones oportunas e hice una señal para indicar que ya podían introducir el ataúd en el nicho. Así lo hicieron, pero cuando se disponían a cerrar el nicho, un hombre, manifiestamente emocionado, se metió rápidamente dentro del nicho y se agarró a la caja gritando: ¡MADRE, QUE NOS HAS DEJADO!
En ese momento decidí que lo que mejor podía hacer ya era marcharme. Abandoné el cementerio mientras varios hombres tiraban de las piernas del hijo de la difunta, intentando sacarlo del nicho, mientras él se aferraba con fuerza a la caja.
En el camino de vuelta del cementerio me fui cruzando con un rosario de señoras que, no pudiendo seguir el ritmo de los portadores del ataúd, aún marchaban en dirección al cementerio.
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De vez en cuando, cuando recuerdo los hechos, suelo rezar por aquella señora, a la que no conocí en vida, y por su desconsolada familia.
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¡La paz contigo!

Las preguntas de los niños

Las preguntas de los niños, a veces, te rompen todos los esquemas.
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La iglesia de mi anterior parroquia estaba construida en los siglos XV y XVI. Tenía una única nave, cubierta por unas interesantes bóvedas de crucería elevadas a una altura más que considerable. (Para los no expertos en arte: era una enorme iglesia de hace quinientos años con unos techos de piedra muy altos y bonitos).
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A la responsable del primer año de catequesis se le ocurrió llevar a los niños (de 7 años) a la iglesia para enseñársela, dándoles una pequeña explicación de lo que era cada cosa.
Cuando acabó, me acerqué al grupo para dirigir una sencilla oración y, antes de que se fueran, les pregunte: “¿Os ha gustado la iglesia? ¿Lo habéis entendido todo? ¿Queréis hacer alguna pregunta?”
Entonces una niña levantó la mano y dijo: “¿A dónde lleva el ascensor?”
Totalmente desconcertado, le pregunté: “¿Qué ascensor?”
Ella, con un gesto que parecía indicar que estaba cansada de que a los mayores hubiera que explicarles todo, me cogió de la mano y me llevó a un lateral diciendo: “¡Ese ascensor!”, mientras señalaba… UNO DE LOS CONFESIONARIOS.
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¡La paz contigo!

Los cacahuetes


Un compañero sacerdote, que viaja todos los años un mes a Chile, me contó al regreso de uno de sus viajes una anécdota curiosa:
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El párroco de una parroquia chilena, aprovechando que un sacerdote estaba pasando unos días por allí, le propuso quedarse durante una semana al cargo de la parroquia, pudiendo así él tomarse unos días de descanso (al parecer, llevaba ya bastantes años sin vacaciones).
El sacerdote forastero aceptó gustoso, y recibió las debidas instrucciones por parte del párroco que, entre otras cosa, le pidió que visitase en su ausencia a los enfermos y a la gente mayor de la parroquia, dejándole una lista:
“No olvide visitar a la Sra. ****, que está ya muy anciana. Es una mujer encantadora y agradece mucho que cuando se le visita se le lleve algún detallito: unos dulces, por ejemplo, porque ella es muy golosa.”
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El sacerdote no olvidó las instrucciones dadas por el párroco, y el día que visitó a aquella señora no olvidó llevarle una bolsita con dulces.
Ella, ya muy mayor, le recibió con una sonrisa y le introdujo en el saloncito de su casa. Allí, en torno a una mesita redonda, estuvieron largo rato charlando.
Encima de la mesita había un platito con cacahuetes ya pelados y, al cabo del rato, el sacerdote se dio cuenta de que, metido en la conversación, había ido picando de esos cacahuetes hasta no dejar ni uno. Avergonzado, pidió disculpas a la señora, pero ella le contestó:
“No se preocupe. Si yo ya no tengo dientes. Yo les chupo el recubrimiento de chocolate y lo demás lo dejo en el plato.”
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Mi amigo afirma que es un hecho real, pero siempre ha negado que eso le sucediese a él. (Aunque, cada vez que se lo recuerdo, su cara cambia totalmente y noto en él un ligero estremecimiento.)
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¡La paz contigo!

La puerta pintada (I)

En cierta ocasión recibí una llamada de teléfono de uno de los pequeños pueblos a los que atendía pastoralmente:
- Oiga, le llamo de ****. Venga usted corriendo porque un señor está pintando la puerta de la iglesia.
Enseguida supuse que alguien del pueblo estaría dando una capa de barniz al antiguo portón central del templo parroquial (un bello edificio hecho en piedra de sillería blanca en el siglo XVII). Acabábamos de poner un nuevo portón lateral (que es el que realmente se usaba) y el antiguo quedaba un poco deslucido.
- ¿Cómo que están pintando la puerta? ¿Qué quiere decir? ¿Que la están barnizando?
- ¡No, no! Que la están pintando. ¡Con pintura!
- ¿Pero… cómo que con pintura? ¿De qué color la están pintando?
- ¡Roja!
Ahí empecé a preocuparme.
- ¿Roja? Querrá decir marrón.
- No, roja. De un color rojo como las señales de tráfico.
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No esperé más. Rápidamente cogí el coche y me presenté en aquella iglesia.
Efectivamente, me encontré a un colaborador de la parroquia que no vivía en el pueblo, pero que acudía los fines de semana y en las vacaciones. Tenía ya pintado casi un tercio del portón frontal de la iglesia… de un color rojo intenso (o tal como me lo habían descrito, de un rojo “señal de tráfico”).
Intentando no perder los papeles, y con el mayor respeto, me acerqué a preguntarle:
- Perdone, ¿qué está haciendo?
El hombre, con una sonrisa, me contestó:
- Ya ve. Dejando un poco decente el portón.
- Pero, ¿quién le ha dicho que lo pintara?
- Usted.
- ¡¡¿Cuándo?!!
- En la procesión del Corpus, ¿no se acuerda? Cuando llegábamos de vuelta a la iglesia, le dije: “Ese portón necesita una mano de pintura”, y usted contestó: “Eso parece”. Así que, aprovechando que tengo dos días libres, he comprado unos botes de pintura. A ver si acabo esta mañana, y mañana por la mañana le doy una segunda mano.
Me quedé totalmente desconcertado. Sólo fui capaz de preguntarle:
- ¿Y cómo es que está pintándolo de rojo?
Él me miró como si no entendiese por qué le hacía esa pregunta, y dijo:
- ¿Y que mejor color podía darle que EL DE LA SANGRE DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO?
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Entonces entendí que “algo” no acababa de funcionar bien.

La puerta pintada (II)

Tras una larga conversación, conseguí convencerle de que el color rojo no era el más adecuado para las puertas de un templo del siglo XVII de piedra de sillería blanca.
Yo tenía que realizar un viaje esa misma tarde, y él tenía sólo hasta la tarde del día siguiente para deshacer el desaguisado, pues se le acababan los días de vacaciones. Así que no tuve más remedio que darle un voto de confianza:
Como no podía dejarse el portón a medio pintar, quedamos de acuerdo en que él se encargaría de devolver los botes de pintura que aún no había utilizado, cambiándolos por otros de color madera (debía llevar una foto de la iglesia y dejarse asesorar en el color por el dueño de la tienda de pintura). Después repintaría todo el portón con el nuevo color.
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Regresé de mi viaje justo a tiempo de la misa del domingo.
Al ver la puerta me quedé palido:
En efecto, el hombre había repintado el portón de color marrón, pero de un marrón muy claro, casi amarillo-anaranjado. En lo primero que pensé, y perdón por la comparación, es en el color de las heces cuando se tiene descomposición.
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Estaba bastante apurado. No sabía como iban a reaccionar los feligreses, que llevaban ya varios días viendo el “original” resultado. El tema habría sido, sin duda, el centro de muchas conversaciones.
Sin embargo, todos fueron muy prudentes. Según iban llegando a la plaza de la iglesia, mientras esperábamos la hora del inicio de la misa, iban surgiendo conversaciones sobre cosas que habían pasado esa semana por el pueblo, pero nadie hizo mención del color del portón.
Nadie… hasta que una niña de unos cinco años que venía con su madre, señalándolo, dijo a gritos y entre carcajadas:
- ¡Mira, mamá! ¡Parecen “cacotas”!
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En ese momento recordé el cuento de “El traje nuevo del emperador”. La verdad se podrá silenciar, pero con eso no desaparece.
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¡La paz contigo!
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P.D. : Con el tiempo, el color del portón se ha oscurecido y ya no llama tanto la atención. Gracias por vuestro interés.

Alergia al polen

Dicen que cada vez es más común el que la gente tenga alergia a algo. Yo padezco alergia a las gramíneas desde los trece años, lo que me ha llevado a vivir situaciones bastante incómodas.
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Llevaba poco más de un año de sacerdote y acababa de incorporarme a mi primer destino como párroco (de hecho aún tenía las cajas sin desenvalar), cuando tuve que celebrar el primer funeral en uno de aquellos pueblos de montaña.
A pesar de ser ya septiembre, hacía muy buen tiempo y mi rinitis alérgica estaba en todo su esplendor.
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Durante todo el funeral no pararon de llorarme los ojos y tuve que interrumpir varias veces la celebración para sonarme las narices, que se habían convertido en un auténtico grifo.
El problema es que la gente del pueblo aún no me conocía, y los familiares del difunto pensaron que mis lágrimas y mis continuas interrupciones eran fruto de mi dolor ante la perdida de su ser querido, lo que hacía que se sintiesen cada vez más emocionados.
Como consecuencia, el funeral acabó siendo un mar de lágrimas y llantos por parte de todos los asistentes.
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Al final de la celebración, volviendo ya del cementerio, pude escuchar a dos señoras mayores que hablaban entre ellas y decían:
- Ay, que mal rato he pasado.
- Pues anda que el pobre cura…
- Oye, pero… ¿De qué le conocía, si el cura tendrá veintitantos años y **** tenía ya noventa y siete?
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Novato como era, realmente lo pasé mal. ¡Muy mal!
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¡La paz contigo!

El traje de Primera Comunión

Al tocar el tema de los gastos y trajes en las Primeras Comuniones, a los curas nos suelen dar tortas por todas partes: unos, porque los permitimos, y otros, porque los criticamos.
El otro día, en mi parroquia, pregunté a los padres (principalmente madres) por qué disfrazaban a sus hijos para hacer la Comunión. Les aseguré que si me daban una respuesta convincente no volvería a sacar más el tema.
Una madre, totalmente indignada, me respondió que con qué derecho llamaba "disfraz" a los trajes de Comunión: recibir al Señor por primera vez en la Eucaristía debía tener una expresión también en el vestir que destacase ese acontecimiento único, y esos vestidos realzaban el momento especial que vivían sus hijos (y los niños estaban todos mucho más guapos).
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Pocos días después, esa misma madre se acercó al despacho parroquial a pedirme disculpas:
"Ahora entiendo lo que nos quería decir en la reunión con lo del "disfraz".
Ayer, mi hijo me dijo que en la Comunión no quería ponerse traje de almirante ni de marinero. Él quería hacer la Primera Comunión... VESTIDO DE SUPERMÁN."
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No hay como mirar la vida con los ojos de un niño.
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¡La paz contigo!