Alergia al polen

Dicen que cada vez es más común el que la gente tenga alergia a algo. Yo padezco alergia a las gramíneas desde los trece años, lo que me ha llevado a vivir situaciones bastante incómodas.
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Llevaba poco más de un año de sacerdote y acababa de incorporarme a mi primer destino como párroco (de hecho aún tenía las cajas sin desenvalar), cuando tuve que celebrar el primer funeral en uno de aquellos pueblos de montaña.
A pesar de ser ya septiembre, hacía muy buen tiempo y mi rinitis alérgica estaba en todo su esplendor.
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Durante todo el funeral no pararon de llorarme los ojos y tuve que interrumpir varias veces la celebración para sonarme las narices, que se habían convertido en un auténtico grifo.
El problema es que la gente del pueblo aún no me conocía, y los familiares del difunto pensaron que mis lágrimas y mis continuas interrupciones eran fruto de mi dolor ante la perdida de su ser querido, lo que hacía que se sintiesen cada vez más emocionados.
Como consecuencia, el funeral acabó siendo un mar de lágrimas y llantos por parte de todos los asistentes.
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Al final de la celebración, volviendo ya del cementerio, pude escuchar a dos señoras mayores que hablaban entre ellas y decían:
- Ay, que mal rato he pasado.
- Pues anda que el pobre cura…
- Oye, pero… ¿De qué le conocía, si el cura tendrá veintitantos años y **** tenía ya noventa y siete?
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Novato como era, realmente lo pasé mal. ¡Muy mal!
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¡La paz contigo!

El traje de Primera Comunión

Al tocar el tema de los gastos y trajes en las Primeras Comuniones, a los curas nos suelen dar tortas por todas partes: unos, porque los permitimos, y otros, porque los criticamos.
El otro día, en mi parroquia, pregunté a los padres (principalmente madres) por qué disfrazaban a sus hijos para hacer la Comunión. Les aseguré que si me daban una respuesta convincente no volvería a sacar más el tema.
Una madre, totalmente indignada, me respondió que con qué derecho llamaba "disfraz" a los trajes de Comunión: recibir al Señor por primera vez en la Eucaristía debía tener una expresión también en el vestir que destacase ese acontecimiento único, y esos vestidos realzaban el momento especial que vivían sus hijos (y los niños estaban todos mucho más guapos).
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Pocos días después, esa misma madre se acercó al despacho parroquial a pedirme disculpas:
"Ahora entiendo lo que nos quería decir en la reunión con lo del "disfraz".
Ayer, mi hijo me dijo que en la Comunión no quería ponerse traje de almirante ni de marinero. Él quería hacer la Primera Comunión... VESTIDO DE SUPERMÁN."
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No hay como mirar la vida con los ojos de un niño.
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¡La paz contigo!

Nacionalismos enfermizos en la Iglesia I

Mis experiencias con las iglesias nacionalistas han sido escasas, pero no por ello menos tristes. Me gustaría contar al respecto dos anécdotas que lo dicen todo:
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Una hermana de mi madre vive en L’Ametlla del Valles (Barcelona).
En uno de los viajes que hicimos toda la familia para visitarla, al ser domingo, nos acercamos a la iglesia del pueblo (ver fotografía) y me ofrecí al párroco para celebrar alguna Eucaristía. Él me dijo, en tono de disculpa, que para la siguiente misa de la parroquia faltaban todavía tres horas, y que además debería hacerla él, pues yo no sabía catalán.
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Ante la perspectiva de tener que participar en la celebración en una lengua que, como bien había dicho el párroco, ninguno de mi familia entendíamos, y ya que faltaban todavía tres horas para la siguiente eucaristía de la comunidad, le pedí que me permitiese celebrar en ese momento en español con mi familia, siempre que no interrumpiese ninguna actividad parroquial.
Él empezó a poner dificultades: no tenía misal y leccionarios en español, el permiso para celebrar en un idioma “extranjero” debía darlo el Consejo Parroquial, la misa de la parroquia era a otra hora y no convenía sentar precedentes…
Ante mi insistencia, y mi enfado por argumentos tan absurdos (¿me hubiera puesto las mismas pegas si mi intención fuese celebrar en francés o inglés?), al final accedió a que mi familia y yo celebrásemos en su iglesia una Eucaristía en español.
Me dejó, sin embargo, asombrado su último gesto. Señalando la sacristía dijo:
- Ahí tiene todo. Cuando acabe la misa golpee el portón de la iglesia y ya les abriré.
Y dicho esto, salió del templo parroquial Y CERRÓ CON LLAVE, DEJÁNDONOS A NOSOTROS ENCERRADOS DENTRO.
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Aún no tengo claro si nos cerró por vergüenza (para que nadie viese que en “su iglesia” se celebraba una misa en español) o como signo de que él no se hacía cómplice de semejante ofensa a la cultura catalana.
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Por favor… Siempre “Iglesia en Cataluña”, nunca “Iglesia Catalana”. Nuestra Iglesia es Católica, es decir, Universal.

Nacionalismos enfermizos en la Iglesia II

En otra ocasión, tuve que ir a Elorrio (Vizcaya) para celebrar el funeral de una hermana de mi abuelo.
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Al presentarme en la sacristía, el sacerdote, ya entrado en años, me dijo que yo no podía presidir la celebración porque no sabía hablar en vasco, y el Consejo Parroquial había decidido que todos los funerales fueran, al menos, bilingües. (¡Otra vez con la misma historia!)
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Tuve que explicarle que mi tía-abuela era una maestra castellana que había sido exiliada con el resto de su familia a las Vascongadas al acabar la guerra civil, por haber pertenecido al bando republicano.
Durante casi cuarenta años había enseñado en la escuela de Elorrio, siempre en español, y nada parecía indicar que los antiguos alumnos que asistiesen al funeral pudieran tener dificultad en entender la lengua en la que habían estudiado. Por el contrario, también asistiría el resto de su familia, que estaban repartidos por toda España, y estos sí que no entenderían nada si la celebración era en euskera.
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Al final, el sacerdote optó por una decisión salomónica: yo podía presidir la celebración, ¡¡e incluso predicar en castellano!! , pero él estaría a mi lado con un micrófono e iría traduciendo al vasco todo lo que yo dijese.
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Para empeorar más la situación, a la misma hora del funeral había en la plaza de la iglesia una manifestación de Herri-Batasuna para pedir la excarcelación de los presos etarras.
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El resultado fue esperpéntico:
Yo decía una frase. En el momento que paraba para coger aire, el otro sacerdote rápidamente empezaba a traducirme en vasco. Y la pobre gente del funeral, con cara de no entendernos a ninguno de los dos, porque la iglesia retumbaba con el sonido de los altavoces de la plaza que no paraban de repetir eso de “¡Presoak kalera!”.
Viendo que la situación era ridícula, opté por que mi homilía fuera extremadamente breve, lo que aprovechó el otro sacerdote para iniciar él otro sermón por su cuenta, esta vez totalmente en vasco y sin traducción al castellano.
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Al final de la celebración, el sacerdote me intentó explicar que los que no somos de allí no entendemos la idiosincrasia y las peculiaridades de la “Iglesia Vasca”.
Ahí fue cuando exploté y le dije (creo que faltando algo a la caridad y no respetando sus canas) que yo al proclamar el Credo manifestaba creer en “la Iglesia, que es Una, Santa, Católica y Apostólica”, pero nadie me había enseñado que, además, era “Vasca”.
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Espero que el Señor me perdone esa falta de humildad y ese exceso de sinceridad, pero…
¡Dios nos libre de los nacionalismos enfermizos, sobre todo en la Iglesia!
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¡La paz contigo!

De puerta en puerta

Hace años, en nuestros pueblos, si aparecía una pareja con una Biblia llamando por las casas, inevitablemente eran identificados como Testigos de Jehová.
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La Iglesia, desde los tiempos apostólicos, ha intentado por todos los medios llevar a los hombres la Buena Noticia del amor de Dios. Pero lo cierto es que, en la Iglesia Católica, las experiencias de anunciar el Evangelio casa por casa, al menos en la España de los años 70, no eran nada habituales.
Por ello, fue todo un acontecimiento cuando unos 40 seglares, que estaban siguiendo un proceso de maduración en la fe dentro de la parroquia, recorrieron durante dos años las casas de mi pequeña ciudad anunciando de puerta en puerta la acción amorosa de Cristo Resucitado a través de la experiencia personal.
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Pasados esos dos años, estos seglares dieron testimonio público de su fe en el templo parroquial, compartiendo también su experiencia de evangelizar casa por casa.
Uno de ellos, José Luis (agente de seguros), contó lo siguiente:
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- A pesar de sentir que el Señor nos acompañaba en nuestra misión, lo cierto es que íbamos con miedo, con mucho miedo.
Yo estoy acostumbrado a tratar con la gente, pero no es lo mismo vender las bondades de un seguro que anunciar a Jesucristo, porque en el pueblo todos te conocen y saben de qué pie cojeas, y cuando uno anuncia a Jesucristo siempre se ve pobre y limitado.
Emérito (un buen mecánico del automóvil) y yo, después de rezar, salíamos a predicar por la calle que previamente el párroco nos había asignado.
Los dos teníamos auténtico miedo (miedo al ridículo, miedo al qué dirán, miedo a no saber hacerlo bien… ). Así que, antes de empezar, llegamos a un acuerdo: “Cada vez llama uno a una puerta, y tanto si nos abren como si no, después le toca al otro llamar a la puerta siguiente.”
Así lo hicimos. Nos acercamos a un portal y llamé por el portero automático al primero derecha, pero nadie contestó, así que con cierto alivio dije a Emérito: “Ahora te toca a ti.”
Él llamó al primero izquierda, pero tampoco contestó nadie por el telefonillo del portero automático, así que de nuevo fui yo el que pulsó el interfono, esta vez en el segundo derecha.
¡Que pobres somos! ¡Con qué miedo estaríamos, que hasta que no llamamos al cuarto piso no nos dimos cuenta de que EL EDIFICIO ESTABA TODAVÍA EN CONSTRUCCIÓN!
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¡Todo un testimonio de pobreza y de fidelidad a la misión!
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¡La paz contigo!

El regalo de boda

Hoy, revolviendo unos papeles, he encontrado estas antiguas fotos. El recuerdo de aquel día me ha hecho sonreír con cierta nostalgia.
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Era la primera pareja de la cuadrilla que se casaba, y todos nos habíamos trasladado a la pequeña población de donde procedía el novio.
Él ponía la iglesia (bueno, la ermita) y la novia ponía el sacerdote, su tío cura.
La pareja elegante, pero sin disfrazarse. Y de banquete nupcial, una chuletada en el campo, que para algo el padre del novio era carnicero.
Después de los postres (en la foto estamos todos comiendo un helado que, con el calor que hacía, nos supo a gloria) llegó el momento de hacerles nuestro regalo de bodas.
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Días antes, algunos nos habíamos reunido para decidir que regalarles. Estaba claro que un matrimonio joven lo que necesita es el dinero, pero meter unos billetes en un sobre no nos parecía algo muy original. Así que a alguien se le ocurrió la “genial” idea:
- ¿Por qué no les hacemos el regalo en pesetas, en auténticas pesetas, o sea, EN MONEDAS DE UNA PESETA?
La insensatez de la juventud hizo que a todos nos hiciera gracia la propuesta y la aceptamos por unanimidad.
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Corrimos la voz de que cada uno debía procurar las pesetas correspondientes a su regalo, y allí nos tienes a todos intentando recopilar esa gran cantidad de monedas.
Al cabo de unos días, en nuestra pequeña ciudad ya no quedaba una moneda de peseta ni en los comercios, ni en los bancos, ni en los rincones de las sacristías, ni en las huchas de hermanos y sobrinos pequeños. Seguimos rebuscando por los pueblos de los alrededores y en la capital hasta conseguir nuestro objetivo. (Debo reconocer que al final debimos usar alguna moneda de 5 y 25 pesetas, pero muy muy pocas).
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Ahora venía el segundo problema: ¿Cómo les entregábamos todo aquello?
Cada uno tenía su parte y no habíamos visto todo junto, pero, tal como se ve en la foto, nuestra cuadrilla era muy numerosa y era previsible que la cantidad de monedas iba a ser enorme (Además, se trataba de pesetas de las de antes, de las rubias, no de esas cosas diminutas de aluminio que salieron después).
Entonces a algún “genio” se le ocurrió que podíamos colocar cada parte en dos o tres cestitas y envolverlas con papel de regalo. Además, podíamos comprar un gran cubo de basura, de los de comunidad de vecinos, y en el momento de hacer el regalo cada uno llegaría con sus cestitas y vertería el contenido en el cubo.
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El día de la boda, tal como habíamos decidido, colocamos en medio el gran cubo de basura y todos en fila fuimos descargando nuestro regalo en él.
Pero había algo que no habíamos calculado. Una vez lleno, ese cubo era imposible de mover.
Alguien trajo una furgoneta, y después de muchos intentos, entre todos conseguimos cargar en ella el cubo de basura lleno.
No sé qué harían después los novios con todo aquello. (Ni siquiera sé cómo consiguieron descargarlo de la furgoneta y llevarlo a su casa)
Si tienen ganas, que lo cuenten ellos en su blog.
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¡La paz contigo!

Herencia genética

El otro día me encontré con un buen amigo al que hacía tiempo que no veía. Por las tardes da clases particulares en su casa, lo que le ha acostumbrado a tratar con todo tipo de alumnos... y de padres.
Según me contó, pocos días atrás, le había llegado una madre que se había expresado en estos términos:
- “Estoy desesperada con los hijos. No aprueban ni una asignatura. ¡Son unos zoquetes! Con lo listo que es su padre, ¡¡no sé a quién han salido!!”
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¡Sin comentarios!
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¡La paz contigo!

El buen samaritano (I)

Poniendo como excusa la Exposición Mundial de Lisboa, en 1998 hice un recorrido, junto con un compañero sacerdote, por el centro de Portugal.
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Uno de los lugares que no quisimos dejar de visitar es un monasterio, no muy alejado de Fátima, que está catalogado por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad.
La visita al monasterio, una auténtica maravilla, debimos hacerla con cierta premura, pues habíamos aparcado el coche en “zona azul” (estacionamiento previo pago y con una estancia máxima de hora y media).
Al regresar al coche, me di cuenta de que lo habíamos dejado cerrado… ¡con las llaves dentro!
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Mientras mi compañero se quedaba junto al coche (por si aparecía el guardián de la “zona azul”), yo me acerqué a un grupo de hombres, que conversaban en el otro extremo de la plaza, para preguntarles dónde podía encontrar un taller o un policía que me solucionasen el problema.
Uno de ellos, ataviado con una gorra de béisbol, se ofreció a acompañarme a la búsqueda de un guardia urbano, y cuando finalmente lo encontramos, empezó a contarle mi problema. No sé exactamente lo que le diría (¡Mira que es difícil entender a dos portugueses discutiendo entre sí!), pero el caso es que el policía nos despachó enfadado sin hacernos ni caso.
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Entonces, el hombre de la gorra me invitó a subir a su coche para llevarme a un taller que estaba a las afueras de la ciudad. Por desgracia, en el taller tampoco quisieron atendernos, alegando que era casi la hora de cerrar y tenían aún mucho trabajo. (Al menos esa es la versión que me dio mi “buen samaritano” cuando el dueño del taller nos despidió con cara de pocos amigos)
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Finalmente, el hombre de la gorra de béisbol me dijo que conocía a un mecánico que, sin duda, me ayudaría. Montamos de nuevo en su coche y empezó a circular por una carretera secundaria entre bosques de pinos.

El buen samaritano (II)

Según pasaban los kilómetros, me iba sintiendo algo inquieto.
Tal vez para relajar la situación, el desconocido me preguntó si hablaba inglés, pues él, aunque descendía de Portugal, era norteamericano y prefería expresarse en esa lengua. Como le dije que no, decidimos que él se expresaría en portugués y yo hablaría despacio el español.
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A unos quince kilómetros llegamos a un taller en el que, al parecer, efectivamente le conocían, y se ofrecieron a ayudarnos cuando acabasen la reparación que estaban realizando (les faltaba como unos tres cuartos de hora).
Durante el tiempo de espera, seguí conversando con el “americano”.
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Quizá porque yo iba vestido de clergyman (de negro y con alzacuellos), me dijo que también él y su familia eran católicos y que estaban allí pasando unos días para visitar a una hija suya, casada en Portugal, que estaba a punto de dar a luz.
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Llevábamos un buen rato de conversación intrascendente cuando, de improviso, me llevó a una zona un poco apartada del taller y se echó a llorar.
Me confesó entonces que él... ¡¡era un agente de la CIA!!
Durante años había estado destinado en Grecia y, aunque efectivamente estaba visitando a su hija, en breve debería desplazarse para una misión en Rusia. Eso le provocaba bastante angustia y necesitaba desahogarse.
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También me dijo que siempre llevaba con él una estampa de la Virgen, que perteneció a su madre. Cuando abrió su cartera para enseñármela, pude ver, junto a la estampa de la Virgen (ya bastante ajada por los años y el uso), un ¡enorme! fajo de billetes de los mas variados tamaños y procedencias.
Además, en la cartera había un permiso de conducir de un estado americano (creo recordar que era Virginia), y tras él, se apreciaba la parte de arriba de otro carnet donde podía verse perfectamente la cabeza del águila con las letras “CENTRAL INTELLIGENCE AGENCY” rodeándola en semicírculo.

El buen samaritano (III)

Estaba el hombre algo más calmado cuando el dueño del taller nos dijo que ya podíamos irnos.
Así que montamos en el automóvil del “americano” y volvimos a la ciudad.
Allí nos esperaba mi compañero sacerdote bastante nervioso, pues llevaba más de una hora y cuarto sin saber nada de mí desde que me había visto montar en el coche del desconocido (por aquella época ninguno teníamos teléfono móvil).
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El mecánico tardó apenas medio minuto en abrir el coche.
Entonces, el “americano” me llevó aparte y me dijo que las confidencias que había tenido conmigo no eran excesivamente importantes y que podía contarlas si quería, pues no me había dado datos suficientes como para comprometerle.
También insistió en que fuera a la casa de su hija para darle la bendición ante la proximidad del parto. Yo me excusé diciendo que me era del todo imposible pues me esperaban en Lisboa y, con todo aquello, ya había perdido casi hora y media. (Debo reconocer que no era verdad, pero a esas alturas de aventura, me sentía realmente incómodo)
Él se empeño en pagar al mecánico, pero me negué rotundamente, reconociéndole que había hecho por mí más de lo debido, y que él aún debía devolver al mecánico a su taller.
Así que con un fuerte abrazo nos despedimos y me metí en el coche.
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Intenté arrancar, pero era imposible. Entonces comprendí que no sólo me había dejado las llaves dentro del coche, sino además la radio encendida, ¡Y ME HABÍA QUEDADO SIN BATERÍA!
Rápidamente, me bajé del coche y empecé a hacer señas a gritos al coche del “americano”, que ya se alejaba. Por suerte, me vieron por el espejo retrovisor y se detuvieron.
Cuando les conté mi nuevo problema, se ofrecieron a volver al taller y regresar con una batería nueva con la que recargar la mía.
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Aproveché ese rato para contar a mi compañero, lo que había pasado, y todo lo referente al “agente de la CIA” (tenía su permiso). Por la expresión de su cara, se notaba que estaba haciendo grandes esfuerzos por creerme.
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No tardaron mucho en regresar con una batería nueva y una pinzas, y mientras el mecánico realizaba su labor, el “americano” volvió a llevarme a un sitio aparte y con lágrimas en los ojos me dijo:
- Hoy la Divina Providencia ha hecho que se encontraran dos personas que necesitaban algo el uno del otro.
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Una vez cargada la batería, pregunté al mecánico el costo del nuevo servicio, pero él dijo que ya le habían pagado. Entonces, el “americano” se despidió de nosotros con un fuerte abrazo y esperó a que arrancáramos el coche, para asegurarse que no teníamos más problemas.
Después, por la ventanilla del coche, me pidió una dirección donde poder localizarme, pero yo ni uso tarjetas ni en ese momento tenía papel y bolígrafo a mano. Entonces, el dio dos pasos hacia atrás, miró fijamente la matricula de mi coche y me dijo con tono de seguridad:
- No hay problema. Seguiremos en contacto.
Después montó en su coche y durante unos cuantos kilómetros nos siguió.
Finalmente, nos adelantó a toda velocidad y le perdimos de vista. Un poco más adelante pudimos verlo: se había bajado del coche y nos despedía con la mano.
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Hasta la fecha, no he vuelto a tener noticias suyas.
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Por cierto, según leímos después en la guía de viajes, en la ciudad donde tuvo lugar esta aventura se encuentra uno de los mayores sanatorios psiquiátricos de Portugal.
¡NO SÉ QUÉ PENSAR SOBRE EL ASUNTO!
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¡La paz contigo!

El póster

Hace ya bastantes años, un sacerdote de mi pueblo, misionero en Honduras, en uno de sus regresos a España, le trajo a mi madre el póster del payaso que aparece en la fotografía.
Cuando yo entré en el seminario, ella lo mandó enmarcar y me lo regaló.
Desde entonces me ha acompañado, tanto en los años de seminario como, después, en los diferentes destinos parroquiales.
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Muchos días, no pasa de ser un objeto decorativo de mi despacho.
Pero el día que poso en él la vista conscientemente, me hace recordar por qué estoy donde estoy y hago lo que hago.
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También me hace recordar el día en el que, estando en el seminario, el rector entró en mi habitación y al ver el cuadro del payaso sobre la cuerda floja se quedó largo rato mirándolo.
Al ver su interés, se me ocurrió preguntarle: “¿Qué te parece?”
Y él me contestó con sinceridad: “Pues… que se han dejado de poner la tilde al “que”. ¡Menuda falta de ortografía!”
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¡¡Sobran las palabras!!
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¡La paz contigo!

El gallo de la catedral

En cierta ocasión, me tocó predicar dos días en la novena de Santo Domingo de la Calzada.
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Santo Domingo de la Calzada es una ciudad del Camino de Santiago que recibe su nombre en honor al santo que la fundó. Hay allí una bellísima catedral que en su interior alberga un gallinero con un gallo y una gallina (evocando el milagro más famoso del santo).
Durante la predicación del primer día, el gallo no paró de cantar, impidiendo que se oyera la mayor parte de lo que dije.
En cuanto acabó la misa, el “gracioso” del pueblo no tardó en entrar en la sacristía y decirme:
- Nuestro gallo sabe mucho. Cuando el sermón no es profundo y aburre, empieza a cantar, y a usted le ha cantado catorce veces… ¡Que las he contado!
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Al día siguiente tuve que volver a predicar allí. En esa ocasión, el gallo no cantó ni una sola vez.
Nuevamente, al finalizar la misa, el “gracioso” volvió a entrar en la sacristía diciendo:
- ¡Es increíble! ¡No había visto cosa igual!
Yo, orgulloso, le dije:
- ¡Qué me dice, eh! Hoy no ha cantado el gallo ni una sola vez.
A lo que él me contestó:
- ¿Pero cómo va a cantar, si ha conseguido que se durmiera?
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¡Lo que hay que aguantar!
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¡La paz contigo!

El concurso de DJ's

El otro día coincidimos en una reunión varios sacerdotes que habíamos sido compañeros en el seminario. En esos casos, menos frecuentes de lo que nos gustaría, solemos acabar recordando anécdotas graciosas vividas por todos. ¡Seis años de seminario mayor dan para mucho!
En la reunión a la que hacía alusión al principio, uno de los sacerdotes trajo a nuestra memoria algo que ya casi todos teníamos olvidado:
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Varios jóvenes seminaristas del último curso de Bachiller (17 años) leyeron en el periódico que en una discoteca de la ciudad se iba a celebrar un concurso de DJ’s (Disc-jockey’s o pinchadiscos). Se decidieron a participar en él, pero como el horario del evento era totalmente incompatible con las reglas del seminario, no vieron mejor solución que prescindir de pedir permiso y escaparse por la ventana para asistir.
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Por lo visto, el concurso no consistía en una única jornada, sino que, entre todos los que participaban cada día, los mejores quedaban seleccionados para el sábado siguiente.
Los seminaristas fueron ganando las diferentes fases de clasificación y, como consecuencia, su método de evasión por la ventana se fue repitiendo un sábado por la noche tras otro.
La habilidad de esos jóvenes hizo que acabasen clasificados para la gran final, a la que muy ilusionados asistieron sin comunicárselo a nadie.
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Al día siguiente, durante el desayuno, todos ellos recibieron el aviso de que el rector del seminario quería verles inmediatamente en su despacho. Sin duda se había descubierto la historia, y muy enfadados empezaron a pensar quién habría podido delatarles.
Cuando llegaron al despacho del rector entendieron cómo habían sido "pillados". En su mesa estaba el periódico del día…
¡¡¡con la foto de todos ellos recogiendo el trofeo como ganadores del concurso!!!
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¡La paz contigo!