El mando a distancia

Dice un antiguo refrán castellano: “No se puede estar repicando las campanas y en la procesión.” Actualmente, con los avances tecnológicos, hasta esto ha cambiado.
Hoy he asistido a las fiestas patronales de un pueblo vecino. En la procesión del santo, el sacerdote portaba un mando a distancia que le permitía hacer sonar de vez en cuando las campanas de la iglesia durante el recorrido. Me ha traído a la memoria una curiosa anécdota:
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Hacia el año 1993, el párroco de un pueblo próximo al mío aprovechó la restauración del campanario para electrificar las campanas. El nuevo sistema permitía una gran variedad de repiques de las campanas con sólo apretar el botón adecuado en un programador instalado en la sacristía. Además, disponía de un sistema de control remoto por el cual el toque programado podía activarse desde cualquier parte del pueblo mediante un mando a distancia (el que la iglesia estuviera en lo más alto del pueblo facilitaba la cobertura).
El mando a distancia era realmente pequeño (teniendo en cuenta los modelos que he visto posteriormente). Podía llevarse perfectamente en el bolsillo del pantalón y era de muy sencillo manejo, pues sólo disponía de dos botones: el de encendido y el de apagado.
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En la primera fiesta con procesión que hubo en el pueblo, nos invitó a todos los curas de los pueblos cercanos y nos mostró orgulloso el nuevo sistema. ¡Era el primer mando a distancia para campanas instalado en la diócesis!
Todo salió perfecto, y lo de tocar las campanas estando en la procesión fue todo un éxito.
Pero hubo un problema. Al final de la celebración, el sacerdote se metió el mando a distancia en el bolsillo y se olvidó de él. Aquella noche, ya en su casa, tuvo necesidad de ir al servicio, y al bajarse los pantalones, accidentalmente, apretó el botón del mando a distancia y todas las campanas empezaron a voltear.
Los vecinos del pueblo, al escuchar el repique de las campanas a aquella hora tan intempestiva, supusieron que se estaba tocando a fuego. Dejando el baile fueron corriendo a la casa parroquial, adosada a la iglesia, y llamaron al cura para conocer el motivo del toque de alarma. Él, nervioso por la situación, en lugar de poner alguna excusa, les contó con toda sinceridad lo sucedido, lo que provocó grandes carcajadas por parte de todos.
Desde entonces en ese pueblo, cada vez que suenan las campanas en horarios especiales suelen decir: ¡Mira…! ¡El cura, que está en el “trono”!
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Cuando coincidimos con ese cura en alguna procesión, suele recordarnos: ¡Yo fui el primero de la diócesis que pudo estar repicando las campanas y en la procesión!, lo que hace que en nosotros, que conocemos TODA la historia, brote una sonrisa maliciosa.
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¡La paz contigo!

Casarse "por la Iglesia"

Lo que voy a contar parece la continuación de la anécdota anterior, pero lo cierto es que el hecho ha pasado hace apenas unas horas, y el que lo ha sufrido me ha pedido que lo incluyese en el blog.
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Hoy tenía que tratar un asunto con el párroco de la catedral. Cuando he llegado a su despacho salía de allí una chica joven, de unos 27 años.
Al entrar, me he encontrado al párroco con una expresión de asombro e incredulidad mientras decía en voz alta: ¡Esto ya es un cachondeo!
Sin darme tiempo para sentarme, me ha empezado a contar lo sucedido:
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- Llega esa chica diciendo que quiere casarse aquí. Sin dejar de hablar, me cuenta es de Bilbao y le hubiera gustado casarse en la basílica de la Virgen de Begoña, pero no ha sido posible por no sé qué motivo; así que, como su novio es de un pueblo cercano a aquí, ha decidido que el sitio más bonito para la ceremonia es la catedral, y que la fecha tenía que ser el 16 de agosto.
Cuando le he dicho que en esa fecha la catedral estaba ya ocupada, ella, sin dejar de hablar, ha afirmado rotundamente que tenía que ser ese día porque “ya tenía reservado el restaurante”.
Tras volver a consultar la agenda, le he repetido que en esa fecha la catedral estaba ocupada. Y ella, con toda naturalidad y sin darle la menor importancia, ha dicho: “Bueno, pues me casaré por el juzgado”. Y sin más explicaciones se ha levantado y se ha ido.
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Efectivamente,... ¡Esto ya es un cachondeo!
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¡La paz contigo!

Simbología ¿cristiana?

En el año 2002 fui invitado a una ordenación sacerdotal en Takamatsu (Japón). No se muy bien el motivo (supongo que fue debido a que la catedral de allí no es muy grande, teniendo en cuenta el número de personas que se esperaba que asistieran), pero la celebración tuvo lugar en un hotel a las afueras de la ciudad.
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Me sorprendió encontrarme dentro del recinto del hotel, en unos bellos jardines japoneses, con lo que parecía ser una hermosísima iglesia construida recientemente donde se combinaban, con exquisita elegancia, rectitud de líneas, modernidad y tradición.
En el interior, el arquitecto había jugado con las tonalidades que entraban a través de las modernas vidrieras, creando un ambiente a la vez cálido y de recogimiento. ¡Vamos, que uno sabía que estaba en un lugar de oración!
Presidía el presbiterio una gran cruz vacía.
Me extrañó que, faltando poco más de una hora para que empezase la celebración, el lugar estuviese vacío.
Un seminarista japonés (¡que hablaba perfectamente el español!) me sacó de mi error: la ordenación sacerdotal no iba a tener lugar allí, porque aquello no era una iglesia.
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Al parecer, en Japón (después también he acabado viéndolo en España), muchos hoteles, además de ofrecer el salón del banquete y habitaciones para los invitados, tienen lugares como aquél para que allí mismo pueda celebrarse la ceremonia matrimonial. Tratan de imitar, aunque dándoles un toque de su propia cultura, las bodas occidentales que salen en las películas americanas y en los culebrones. Y no se conforman con el edificio, sino que incluso facilitan al oficiante de la ceremonia albas y casullas de las más variadas formas y colores. Vamos, aparentemente como en nuestras iglesias, pero cuidando mucho más la estética, los símbolos y la calidad de los materiales.
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Le comenté al seminarista japonés que me había impresionado el gusto y la belleza del lugar, pero que echaba de menos la figura de Cristo en esa gran cruz. Él me contestó sonriéndo:
- “¿Pero es que no lo entiendes? Ninguno de los que se casa aquí son cristianos. Les gusta casarse en este lugar y que el encargado de la ceremonia se disfrace de cura, del mismo modo que a los que se casan en Las Vegas les gusta que el oficiante se disfrace de Elvis Presley. Además, excepto los cristianos, ningún japonés entendería que la ceremonia de su matrimonio estuviese presidida por la figura de un hombre torturado y muerto.”
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¡La paz contigo!

Ateísmo "teórico"

En casi todos los pueblos donde he ejercido el ministerio, he encontrado a ese entrañable señor mayor que ejerce de ateo.
Sus vidas son siempre muy parecidas:
- vivieron en su propia familia la represión que siguió a nuestra triste guerra civil,
- siempre se han sentido vinculados (más pasional que racionalmente) a esos partidos que tienen como bandera el rechazo de todo concepto de Dios,
- han tenido experiencias especialmente negativas en su encuentro con algún sacerdote o con algunos vecinos “de los de misa diaria”,
- la muerte por enfermedad o accidente de algún ser querido en edad temprana les hace responder con cierta ironía ácida ante el anuncio de un Dios que es Amor…
Y, sin embargo, son hombres que han cimentado su vida en unos profundos valores cristianos y tratan de ser consecuentes con ellos, a pesar de que la inercia les haga sentirse distanciados (no enfrentados).
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En cierta ocasión, me crucé en la plaza con uno de estos vecinos, ya jubilado, que estaba sentado en un banco. Cuando aún no había llegado a su altura me saludó con un “Buenos días”. Por el tono y la mirada, me pareció que tenía ganas de contarme algo, así que me senté con él en el banco mientras le saludaba. Él fue directo al asunto:
- Ayer vinieron una pareja de esos que van predicando por las casas, los Testigos de Jehová. Pero yo ya se lo dejé bien claro: “¡Conque no creo en la Iglesia Católica, que es la verdadera…! ¡Como para creer en la vuestra!”
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¡La paz contigo!

¡Estos jóvenes...! (I)

El otro día, en una reunión de curas, alguien contó un chiste que la mayoría ya habían oído. Cuando yo les dije que eso era un hecho real, todos comentaron que se trataba de una “leyenda urbana” de sacristía. Tuve que ponerme serio para decirles que sabía muy bien de lo que hablaba porque me había sucedido a mí.
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Desde hace bastantes años, tengo la costumbre durante los cursillos prematrimoniales de hacer una propuesta a los novios que no están confirmados: tener, después del cursillo, algunas catequesis específicas del Sacramento de la Confirmación y luego, de acuerdo con el obispo, asistir con ellos a alguna parroquia en la que haya programadas Confirmaciones, para que reciban también el sacramento. La propuesta es siempre bien recibida y no hay año en que no me presente en alguna parroquia de la capital con un pequeño grupo de jóvenes adultos ilusionados, que destacan entre la multitud de adolescentes.
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En una de estas celebraciones de la Confirmación, en una parroquia de religiosos, el presbiterio (el lugar donde se colocan los curas en la celebración) estaba prácticamente lleno y tuve que sentarme con una banqueta justo al lado del ambón (donde se lee las lecturas).
Un chico de unos quince años, al que le tuve que señalar que se quitase el chicle de la boca, subió para proclamar la lectura. Al parecer, se había preparado lo que tenía que leer, pero en algún folio que le habría dado su catequista, pues por su reacción parecía ser la primera vez que veía un leccionario.
Con voz apresurada dijo en voz alta:
“¡Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo!”
Pero luego, al ver la cita bíblica en números rojos, se quedó callado y, no sabiendo que hacer, giró la cabeza hacia mí y me dijo en voz baja:
“¿El número de teléfono también se lee?”

¡Estos jóvenes...! (II)

Hace unos años, me llamaron de una parroquia para que ayudase a confesar a un grupo de jóvenes que iban a recibir pronto la Confirmación. Era un grupo numeroso y los sacerdotes que habíamos asistido estábamos sentados en los bancos de la iglesia, bastante separados unos de otros para preservar la intimidad del sacramento.
Uno de los jóvenes, que no parecía muy dado a frecuentar el Sacramento de la Reconciliación, quedó muy contento y reconfortado con “la experiencia” y, tras dar las gracias, se dispuso a marcharse sin haber recibido la absolución.
Yo le sujeté del hombro mientras le decía: “Espera un momento”; y estiré la mano para darle la absolución (tal como aparece en la fotografía). Él, rápidamente, como un acto reflejo, estiró también su mano y la chocó contra la mía mientras me decía: “¡Guay, tío!”
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¡La paz contigo!