Las preguntas de los niños

Las preguntas de los niños, a veces, te rompen todos los esquemas.
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La iglesia de mi anterior parroquia estaba construida en los siglos XV y XVI. Tenía una única nave, cubierta por unas interesantes bóvedas de crucería elevadas a una altura más que considerable. (Para los no expertos en arte: era una enorme iglesia de hace quinientos años con unos techos de piedra muy altos y bonitos).
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A la responsable del primer año de catequesis se le ocurrió llevar a los niños (de 7 años) a la iglesia para enseñársela, dándoles una pequeña explicación de lo que era cada cosa.
Cuando acabó, me acerqué al grupo para dirigir una sencilla oración y, antes de que se fueran, les pregunte: “¿Os ha gustado la iglesia? ¿Lo habéis entendido todo? ¿Queréis hacer alguna pregunta?”
Entonces una niña levantó la mano y dijo: “¿A dónde lleva el ascensor?”
Totalmente desconcertado, le pregunté: “¿Qué ascensor?”
Ella, con un gesto que parecía indicar que estaba cansada de que a los mayores hubiera que explicarles todo, me cogió de la mano y me llevó a un lateral diciendo: “¡Ese ascensor!”, mientras señalaba… UNO DE LOS CONFESIONARIOS.
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¡La paz contigo!

Los cacahuetes


Un compañero sacerdote, que viaja todos los años un mes a Chile, me contó al regreso de uno de sus viajes una anécdota curiosa:
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El párroco de una parroquia chilena, aprovechando que un sacerdote estaba pasando unos días por allí, le propuso quedarse durante una semana al cargo de la parroquia, pudiendo así él tomarse unos días de descanso (al parecer, llevaba ya bastantes años sin vacaciones).
El sacerdote forastero aceptó gustoso, y recibió las debidas instrucciones por parte del párroco que, entre otras cosa, le pidió que visitase en su ausencia a los enfermos y a la gente mayor de la parroquia, dejándole una lista:
“No olvide visitar a la Sra. ****, que está ya muy anciana. Es una mujer encantadora y agradece mucho que cuando se le visita se le lleve algún detallito: unos dulces, por ejemplo, porque ella es muy golosa.”
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El sacerdote no olvidó las instrucciones dadas por el párroco, y el día que visitó a aquella señora no olvidó llevarle una bolsita con dulces.
Ella, ya muy mayor, le recibió con una sonrisa y le introdujo en el saloncito de su casa. Allí, en torno a una mesita redonda, estuvieron largo rato charlando.
Encima de la mesita había un platito con cacahuetes ya pelados y, al cabo del rato, el sacerdote se dio cuenta de que, metido en la conversación, había ido picando de esos cacahuetes hasta no dejar ni uno. Avergonzado, pidió disculpas a la señora, pero ella le contestó:
“No se preocupe. Si yo ya no tengo dientes. Yo les chupo el recubrimiento de chocolate y lo demás lo dejo en el plato.”
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Mi amigo afirma que es un hecho real, pero siempre ha negado que eso le sucediese a él. (Aunque, cada vez que se lo recuerdo, su cara cambia totalmente y noto en él un ligero estremecimiento.)
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¡La paz contigo!

La puerta pintada (I)

En cierta ocasión recibí una llamada de teléfono de uno de los pequeños pueblos a los que atendía pastoralmente:
- Oiga, le llamo de ****. Venga usted corriendo porque un señor está pintando la puerta de la iglesia.
Enseguida supuse que alguien del pueblo estaría dando una capa de barniz al antiguo portón central del templo parroquial (un bello edificio hecho en piedra de sillería blanca en el siglo XVII). Acabábamos de poner un nuevo portón lateral (que es el que realmente se usaba) y el antiguo quedaba un poco deslucido.
- ¿Cómo que están pintando la puerta? ¿Qué quiere decir? ¿Que la están barnizando?
- ¡No, no! Que la están pintando. ¡Con pintura!
- ¿Pero… cómo que con pintura? ¿De qué color la están pintando?
- ¡Roja!
Ahí empecé a preocuparme.
- ¿Roja? Querrá decir marrón.
- No, roja. De un color rojo como las señales de tráfico.
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No esperé más. Rápidamente cogí el coche y me presenté en aquella iglesia.
Efectivamente, me encontré a un colaborador de la parroquia que no vivía en el pueblo, pero que acudía los fines de semana y en las vacaciones. Tenía ya pintado casi un tercio del portón frontal de la iglesia… de un color rojo intenso (o tal como me lo habían descrito, de un rojo “señal de tráfico”).
Intentando no perder los papeles, y con el mayor respeto, me acerqué a preguntarle:
- Perdone, ¿qué está haciendo?
El hombre, con una sonrisa, me contestó:
- Ya ve. Dejando un poco decente el portón.
- Pero, ¿quién le ha dicho que lo pintara?
- Usted.
- ¡¡¿Cuándo?!!
- En la procesión del Corpus, ¿no se acuerda? Cuando llegábamos de vuelta a la iglesia, le dije: “Ese portón necesita una mano de pintura”, y usted contestó: “Eso parece”. Así que, aprovechando que tengo dos días libres, he comprado unos botes de pintura. A ver si acabo esta mañana, y mañana por la mañana le doy una segunda mano.
Me quedé totalmente desconcertado. Sólo fui capaz de preguntarle:
- ¿Y cómo es que está pintándolo de rojo?
Él me miró como si no entendiese por qué le hacía esa pregunta, y dijo:
- ¿Y que mejor color podía darle que EL DE LA SANGRE DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO?
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Entonces entendí que “algo” no acababa de funcionar bien.

La puerta pintada (II)

Tras una larga conversación, conseguí convencerle de que el color rojo no era el más adecuado para las puertas de un templo del siglo XVII de piedra de sillería blanca.
Yo tenía que realizar un viaje esa misma tarde, y él tenía sólo hasta la tarde del día siguiente para deshacer el desaguisado, pues se le acababan los días de vacaciones. Así que no tuve más remedio que darle un voto de confianza:
Como no podía dejarse el portón a medio pintar, quedamos de acuerdo en que él se encargaría de devolver los botes de pintura que aún no había utilizado, cambiándolos por otros de color madera (debía llevar una foto de la iglesia y dejarse asesorar en el color por el dueño de la tienda de pintura). Después repintaría todo el portón con el nuevo color.
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Regresé de mi viaje justo a tiempo de la misa del domingo.
Al ver la puerta me quedé palido:
En efecto, el hombre había repintado el portón de color marrón, pero de un marrón muy claro, casi amarillo-anaranjado. En lo primero que pensé, y perdón por la comparación, es en el color de las heces cuando se tiene descomposición.
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Estaba bastante apurado. No sabía como iban a reaccionar los feligreses, que llevaban ya varios días viendo el “original” resultado. El tema habría sido, sin duda, el centro de muchas conversaciones.
Sin embargo, todos fueron muy prudentes. Según iban llegando a la plaza de la iglesia, mientras esperábamos la hora del inicio de la misa, iban surgiendo conversaciones sobre cosas que habían pasado esa semana por el pueblo, pero nadie hizo mención del color del portón.
Nadie… hasta que una niña de unos cinco años que venía con su madre, señalándolo, dijo a gritos y entre carcajadas:
- ¡Mira, mamá! ¡Parecen “cacotas”!
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En ese momento recordé el cuento de “El traje nuevo del emperador”. La verdad se podrá silenciar, pero con eso no desaparece.
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¡La paz contigo!
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P.D. : Con el tiempo, el color del portón se ha oscurecido y ya no llama tanto la atención. Gracias por vuestro interés.