Ser un buen conductor

Siempre he distinguido entre “conducir bien” y “ser un buen conductor”: para ser un buen conductor hay que conducir bien, pero el hecho de que conduzcas bien no indica necesariamente que seas un buen conductor.
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Yo me considero una persona que “conduce bien” (respeto las señales, mantengo las distancias, modero la velocidad…). No tengo problemas a la hora de moverme con el coche por el laberinto de la “Lisboa antiga”, la locura de las direcciones únicas de algunos “quartiers” parisinos o el caos circulatorio de “tutta la Roma”. Y, sin embargo, tengo que pedir ayuda para cambiar la bombilla de un foco, para poner bien las pinzas en los bornes si me quedo sin batería, o incluso para que se me queden de pie los triángulos de peligro.
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El obispo me obligó a sacarme el carnet de conducir como requisito obligatorio para ordenarme de diácono. Sin embargo, hasta que no fui destinado a la montaña para atender cuatro pueblecitos, no vi la necesidad de comprarme un coche.
Mi primer automóvil fue un Peugeot 205 GTX de segunda mano que me vendió muy bien de precio un amigo que trabajaba en un concesionario. Lo tenía como mero instrumento de trabajo y debo reconocer que lo único que me interesó de él fue con qué tipo de gasolina funcionaba, cómo era el cambio de marchas y cómo se encendían las luces y se activaba el limpia-parabrisas.
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Llevaba con él más de once meses cuando, en mitad de un adelantamiento, en plena noche, sonó un fuerte ruido en el motor, como si todo se partiese. El coche se quedó sin potencia y, únicamente movido por la inercia de la velocidad que llevaba durante el adelantamiento, para no quedarme parado en mitad del carril de sentido contrario, tuve que dar un volantazo, metiéndome en una viña adyacente a la carretera.
En esa época aún no eran comunes los teléfonos móviles ni los chalecos reflectantes, así que no me quedó más remedio que, en la oscuridad de la noche, hacer señas a los coches que pasaban (el ir vestido de negro, ciertamente, no ayudó a que me vieran) hasta que uno paró y me acercó a una gasolinera desde donde pude llamar a la grúa.
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Al día siguiente, en el taller, me dieron una explicación de lo sucedido:
Al parecer, según ellos, el coche debía tener una fuga de aceite porque no quedaba ni una gota en el motor. Eso había provocado la rotura del cigüeñal, que al partirse había ido golpeando el motor hasta destrozarlo por completo. Lo raro es que una fuga así no se hubiese detectado en el último cambio de aceite.
Al oír aquella explicación, asentí sin decir palabra, pero entendí lo que había pasado realmente:
La avería que tenía el coche no era la fuga de aceite, sino que el piloto que avisa de la falta de aceite se había fundido. Y es que, en todo el año, después de más de 30.000 kms. recorridos, ¡YO NO HABÍA CAMBIADO EL ACEITE NI UNA SOLA VEZ! Ni siquiera sabía que había que cambiarlo. ¡Pero qué bestia puedo llegar a ser!
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El resultado de la “broma” fue que tuve que poner un motor nuevo (bueno, también de segunda mano) y pedir un préstamo a la diócesis para poder pagarlo (aún estaba pagando el coche). No sé si lo hubiese reparado de haber sabido que sólo diez días después del arreglo, tras un serio accidente, el coche acabaría siendo declarado “siniestro total”. Pero eso ya lo contaré cuando sea.
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Como decía al principio: creo que conduzco bien, pero reconozco que “no soy un buen conductor”.
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¡La paz contigo!
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P.D.: A los que no entienden de mecánica, como yo, les recuerdo que si el aceite que usan es normal (no sintético) deben cambiarlo a los 5.000 - 7.000 Kms., pues, además de gastarse, va perdiendo sus propiedades, "y luego pasa lo que pasa".

El párroco (I)

Tras cumplir 75 años, este curso se ha jubilado el párroco de la parroquia en la que me bautizaron. Él también fue bautizado allí, y, después de varios destinos por la diócesis, había acabado sus días de labor pastoral en su propia parroquia (lo que vulgarmente se llama “un cura pilongo”, haciendo referencia a que rige la parroquia donde se encuentra la pila de su propio bautismo).
La ventaja/inconveniente de ejercer en tu propia parroquia es que en esa comunidad te encuentras como en casa, acompañado de todos los amigos de la infancia y la juventud, y al ser alguien del pueblo, prácticamente se te perdona todo (y a veces se hace lo que no se haría en ningún otro sitio). Desde este punto de vista, el párroco al que me refiero es "un poco peculiar".
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En cierta ocasión se hacía un homenaje a un coadjutor que llevaba sirviendo en el pueblo durante casi toda su vida. Era el encargado de visitar a los enfermos y llevarles la comunión, lo que había realizado durante décadas, por lo que no había casa en la que el buen hombre no hubiese sembrado consuelo, cariño y esperanza. Y como de lo que se siembra se recoge, ese día la iglesia estaba a rebosar.
En los momentos previos a la celebración de la Eucaristía de acción de gracias, mucha gente entró en la sacristía para saludar (o entrevistar) al ya muy anciano coadjutor homenajeado. Aunque la sacristía es bastante grande, allí no cabía ni un alma: todos los párrocos de las parroquias de la localidad, al menos cinco de los sacerdotes nacidos en aquella parroquia, la corporación municipal casi en pleno, hermanos mayores de las diversas cofradías, fotógrafos y periodistas de los diferentes medios de comunicación regionales y locales…, incluso había una miembro del Congreso de los Diputados y un senador nacional.
En esto, llega apresurado el párroco, diciendo: “Venga, venga. Que ya es hora de empezar.” Y ante la sorpresa de todos, antes de ponerse el alba, se quita la camisa y se baja los pantalones para colocarse bien la camiseta, dando como única explicación un “¡Uf! Mira que hace calor aquí con tanta gente.”
Sacerdotes, políticos y periodistas no sabíamos cómo reaccionar tras aquel inesperado “lucimiento” de ropa interior. Sin embargo, el silencio (eso sí, absoluto), apenas duro unos segundos, hasta que nuestras mentes pudieron procesar lo que habíamos vivido. Sin duda, todos acabamos pensando a la vez: “¡Ah, bueno! Sólo a sido otra "genialidad" más de don ****”, y seguimos con nuestras conversaciones como si nada hubiera pasado.
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Como decía al principio, son las ventajas/inconvenientes de ser “un cura pilongo”.

El párroco (II)

Recuerdo el día del funeral de mi abuela.
El párroco (el mismo al que me he referido en la entrada anterior) se quedó un poco contrariado al saber que yo pretendía presidir la Eucaristía. Según su argumento, si bien yo era su nieto, también había que reconocer que él conocía a la señora María desde mucho antes de que yo naciera. (Lo cierto es que mi abuela era una buena mujer y, aunque ya hacía mucho tiempo que no salía de casa, tenía un gran cariño a la parroquia y a los curas que por ella habían pasado, y a éste en concreto lo conocía desde niño).
Como, por muchos argumentos que me diese, yo estaba empeñado en presidir el funeral, y viendo que tampoco podía convencerme de que al menos fuera él quien hiciese la homilía (el argumento en este caso era que yo llevaba muy poco tiempo de sacerdote y la iglesia se iba a llenar para el funeral de una persona tan querida), me pidió encarecidamente poder ser él al menos quien, acompañando el cadáver al cementerio, rezase los últimos responsos. Esta vez me vi forzado a aceptar por la amistad que tenía con toda la familia.
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Tras acabar el funeral, introdujimos el ataúd de mi abuela en el coche fúnebre y nos dirigimos a nuestros coches para iniciar el camino al cementerio (muy lejano), dejando que el párroco, que aún no había salido de la iglesia, fuera quien, revestido con las ropas litúrgicas, montase en el coche con el cadáver, tal como había pedido.
Cuando llegamos al cementerio, el coche fúnebre aún no había llegado, y aún tuvimos que esperar un tiempo. Cuando finalmente llegó y se bajó el párroco, entendimos el motivo de la tardanza.
A parecer, el buen hombre pensó acompañar al cadáver sólo con el alba y la estola morada, pero al salir a la calle y ver que hacía bastante frío, no dudó en regresar a la sacristía para ponerse algo más de ropa. El resultado era esperpéntico:
Se había colocado la casulla morada que yo me había quitado tras presidir el funeral. Era muy amplia, y con el viento que hacía no dejaba de ondear.
Además, como al parecer tenía frío en la cabeza, se había puesto su bonete de canónigo con la borla verde, que con la casulla morada le quedaba “como a un santo dos pistolas”.
Y para rematar la escena (según sus propias palabras: “Para que no se me enfríe la garganta”), llevaba puesta una bufanda de cuadros escoceses rojos.
Por mi mente, por un momento, creo que pasó una sombra de indignación y enfado por la falta de respeto al presentarse así vestido. Pero en el fondo, el hecho de ser el funeral de mi propia abuela fue lo que impidió que, tras la primera impresión, todos acabásemos en un escandaloso ataque de risa al presenciar aquella patética escena.
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Años después, comentando el hecho con un encargado de la funeraria, éste me dijo:
“Pues ahora, cuando acompaña a un cadáver al cementerio sigue vistiendo igual: la casulla morada, el bonete con la borla verde y la bufanda escocesa roja. Pero además, como ya le fallan las piernas, lleva también una gran cruz procesional que mete con el difunto en la parte de atrás del coche. Cuando la saca, ya en el cementerio, con el viento que hace allí… Entre la casulla ondeando, "el gorro ese raro" y la cruz que recuerda el báculo del obispo, ¡parece la foto del papa cuando vino a España!”
¡Genio y figura…!
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¡La paz contigo!

Blogger del día

Otro miembro de la comunidad blogger, esta vez ha sido el blog-stopista, se ha acordado de mí a la hora de repartir premios.
Recibo el “Blogger del día” con ilusión, pero no creo que consiga tiempo para escribir más (como algunos me piden).
Perdonad que de nuevo rompa la cadena, pero, como ya contaba en otra entrada, es lo único coherente que puedo hacer dado el poco tiempo que paso en la red.
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Por cierto, nunca he llevado bien las alabanzas (tal vez porque han sido tan pocas que no he tenido modo de acostumbrarme a ellas). En cierta ocasión, sin embargo, hubo unas palabras ante las que no supe como reaccionar:
Me despedía de los feligreses de una parroquia con los que había estado sólo siete meses (los cambios de destino, en mi caso, son habituales). Una señora bastante mayor, de las que solía asistir a la misa diaria, mientras me daba un par de cariñosos besos, me dijo emocionada: “Como voy a echarle de menos. Lo que más me gusta de usted es LO CORTO QUE ES”.
Quise interpretar sus palabras en sentido positivo y deduje que se refería a la brevedad en las celebraciones. Si no es así, por favor, no me saquen del error.
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¡La paz contigo!

Aceitunas rellenas

Siempre me ha llamado la atención cómo en todas las parroquias hay, moviéndose como pez en el agua, algún joven (o alguien que en su momento fue joven y sigue en la parroquia desde entonces) con alguna minusvalía psíquica o de coeficiente intelectual muy limitado. Entiéndase que hago esta observación con todo el respeto y cariño del mundo.
Mi teoría es que si siguen allí es porque se sienten queridos, valorados y acogidos. La comunidad les tiene un gran cariño (tal vez es precisamente a los curas a los que más nos cuesta recordar que “de los que son como niños es el Reino de los cielos”), y ellos, que en la iglesia se sienten “como en su casa”, están siempre dispuestos a echar una mano en lo que sea, metiendo más horas que nadie en esas pequeñas labores que hacen que todo funcione.
Pero eso no impide que en determinados momentos se produzcan situaciones “curiosas”.
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Al primer destino donde fui enviado, un barrio periférico de la capital, solía acudir un joven que, en realidad, pertenecía a una parroquia del centro. Era un hombretón de unos 27 años que había sido educado en un colegio de educación especial, el típico caso de lo que los psicólogos llaman ahora “personalidad border-line” (justo en la raya donde separaríamos el simple nivel intelectual bajo de la minusvalía psíquica leve).
Fernando, que así se llamaba, trabajaba de conserje en una oficina pública, lo que le permitía tener las tardes libres para, con cierta frecuencia, venir dándose un largo paseo desde el centro hasta nuestra parroquia. Allí se quedaba conmigo charlando y ayudándome en lo que podía. Tras la misa de la tarde, si yo no tenía ningún compromiso, volvíamos juntos al centro en autobús.
En cierta ocasión, llegó paseando como otras veces a la parroquia (serían aproximadamente las 5 de la tarde), pero justo en ese momento comenzaba una reunión de catequistas que, en principio, iba a ser bastante breve. Él dijo que no le importaba esperar, y que, mientras tanto, estaría recorriendo el barrio. Sin embargo, la reunión se fue alargando y alargando hasta tener que darla por concluida con precipitación porque eran casi las 8 y yo debía celebrar la misa.
Al salir me encontré con Fernando que aún estaba allí después de 3 horas, y le pedí que me acompañase a la sacristía mientras me contaba qué había estado haciendo todo ese rato. Él me dijo que había estado visitando los comercios del barrio y que incluso había hecho compras: en una tienda cercana había visto unas aceitunas rellenas de anchoa “con muy buena pinta” y había comprado algo más de ¼ de Kilo. Sonriendo, le dije que, cuando acabase la misa y volviésemos al centro en autobús, esperaba probar esas aceitunas; pero él, con toda naturalidad, me respondió que mientras esperaba a que acabase la reunión había abierto la bolsa y, poco a poco, se las había comido TODAS. Entonces me di cuenta de que, efectivamente, llevaba las manos vacías. ¡¡1/4 de Kg. de aceitunas rellenas de anchoa, de una sentada!! (Creo que ya no hace falta decir que el equilibrio emocional de Fernando no estaba totalmente desarrollado, y en momentos de ansiedad solía darle por comer de una forma compulsiva.)
Acabada la misa, nos dispusimos a coger el autobús urbano. Mientras lo esperábamos en la parada, empezó a comentar con tono gracioso: “¡Uy, que sed me está entrando!” No le di importancia, haciéndole ver que después del atracón que se había metido de aceitunas con anchoas, lo lógico es que tuviera sed.
Sin embargo, ya en el autobús, empezó a agobiarse y a decir en voz cada vez más alta: “¡Ay, que sed! ¡Ay, que sed!”
Después de atravesar el polígono industrial, viéndose ya cerca las primeras urbanizaciones de lo que se podía considerar casco urbano, empezó a decir a gritos: “¡Que no aguanto más! ¡Me tengo que bajar!” Yo le intentaba calmar diciéndole que allí en el descampado no había bares ni ningún lugar donde conseguir agua, pero él, cada vez mas agobiado, se puso de pie y, mientras se dirigía hacia el conductor (estábamos sentados en la parte de atrás del autobús), empezó a gritar como un loco: “¡Conductor, pare! ¡Pare, pare, conductor! ¡Pare, por favor!”
A pesar de que estábamos todavía bastante lejos de la primera parada, el susto que se dio el conductor hizo que parase el autobús casi en seco y abriese las puertas. Antes de que Fernando se bajase, yo me ofrecí a bajarme con él para acompañarlo, pero él me dijo acelerado: “No, no. Mañana nos vemos.”, y echó a correr por la acera (habíamos llegado ya a las primeras urbanizaciones).
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Me quedé preocupado, pero no tenía su teléfono ni sabía bien dónde vivía, así que estuve esperándole todo el día siguiente hasta que apareció como si nada hubiese pasado. Cuando le pregunté cómo había acabado la cosa, él me dijo con sencillez: “¿Pero no ves que yo me recorro ese camino casi todos los días? Me lo conozco de memoria, así que me acerqué a uno de los jardines (de alguna urbanización) ¡y abrí los aspersores!
No lo pude evitar. Me lo imaginé intentando beber ansiosamente de un aspersor de jardín, de rodillas en la hierba y empapándose toda la ropa, y solté una sonora carcajada. A él no pareció importarle porque empezó a reírse conmigo.
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¡La paz contigo!