Preparando la Navidad

En la reunión para preparar la fiesta de Navidad con los niños, una madre nos ha contado cómo su hijo, al volver de la escuela, le ha preguntado con un tono un poco triste:
“Mamá, en el colegio me han dicho que los Reyes Magos sois vosotros. ¿Es verdad?”
Como la pregunta ha sido directa y el niño ya no es tan pequeño, le ha contestado, con una sonrisa de cariño:
“Sí, hijo. Es verdad.”
El niño se ha quedado un momento en silencio, y luego ha dicho con naturalidad:
“¡Bueno! Pues este año ya le pediré los juguetes a Papá Noel.”
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¡EL SEÑOR, EN SU VENIDA, NOS CONCEDA VER EL MUNDO CON LA MIRADA LIMPIA Y LA INOCENCIA DE UN NIÑO!
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¡La paz contigo!

Viaje a Polonia (I)

En agosto de 1991 se celebró la VI Jornada Mundial de la Juventud en Czestochowa (Polonia). A mí me tocó organizar la peregrinación de dos autobuses (99 jóvenes de varias parroquias de mi diócesis), siendo responsable de uno de ellos. Aquel viaje fue ocasión de múltiples anécdotas que merecen ser contadas. Aquí va una de ellas:
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En aquél entonces, yo era diácono y vivía en la residencia de los sacerdotes jubilados, junto con dos compañeros con un año escaso de sacerdocio. Uno de ellos, Agustín, también asistiría (con varios jóvenes de su parroquia, atravesaría Europa conduciendo una furgoneta), pero el otro, Javier, no supo que disponía de algunos días libres hasta bien entrado el verano y, dado lo tardío de la fecha, desistió de engancharse en algún grupo.
La salida estaba prevista a las 11 de la noche (tras una celebración penitencial y una cena de despedida). Pero esa misma tarde, una de las jóvenes me avisó de que estaba en la cama con fiebre y no podría acompañarnos.
El viaje estaba ya pagado y era una pena desperdiciar la plaza, así que intenté ponerme en contacto con Javier. En aquella época no disponíamos de teléfono móvil, y no fue nada sencillo dar con él. Al final lo localicé en Zumaya (pueblo costero del País Vasco), pasando unos días de vacaciones en la casa familiar.
No hizo falta insistirle mucho y, como tenía el pasaporte en regla, quedamos en encontrarnos en la frontera franco-española de Irún en torno a las 2 de la mañana. Javier, en aquel tiempo, no disponía de coche y para cuando conseguí contactar con él eran ya las 8 de la tarde, así que, aunque el manifestó su intención de reunirse con nosotros, la cosa no era fácil, por lo que quedamos en que si cuando llegásemos a la frontera él no estaba, seguiríamos ruta sin esperarle.
No recuerdo cómo consiguió llegar a tiempo, pero allí estaba. Todos nos felicitábamos de la suerte de haber podido contactar con él a última hora. Sin embargo, se nos cambió la cara cuando, divisando ya la frontera suiza, nos dimos cuenta de que no tenía visado para entrar en Polonia.
Yo llevaba todos los visados de mi autobús, cada uno con la fotografía del joven marcada con el sello de la embajada polaca. Con la euforia del momento, lo único que se nos ocurrió es manipular el visado de la persona que había tenido que quedarse en casa enferma ¡a pesar de que era una chica!
En la misma frontera suiza Javier se hizo unas fotografías de carnet en un fotomatón. Despegamos la fotografía de la joven del visado con cuidado y pegamos una de las recién hechas. En la fotografía de la muchacha nos habíamos llevado parte del sello de la embajada, así que lo reprodujimos con un rotulador y ¡lápiz de labios!
El pegamento y los rotuladores los compramos en un área de servicio de la autopista (lápices de labios había de sobra en el autobús).
El resultado fue una obra maestra. Sólo que, además de aparecer en el visado otro nombre que no coincidía con el pasaporte, aunque nosotros no entendíamos polaco, intuíamos que en el texto quedaría bien claro que se trataba de una mujer. Pero ya veríamos como lo solucionábamos una vez allí.
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La entrada en Polonia fue fácil.
Por si acaso, habíamos dicho al otro autobús que fuera por delante y si había problemas nos avisasen. Pero los trámites fueron mínimos. Me bajé yo sólo del autobús y entré en la aduana con todos los visados individuales. La policía únicamente revisó el visado general del grupo (que en la embajada habían grapado a mi pasaporte) y después puso el sello de entrada en el país en todos los visados individuales rápidamente, de una forma mecánica, sin apenas mirarlos. Bastó con comprobar que eran 49.

Viaje a Polonia (II)

El encuentro en Czestochowa de los tres compañeros (Agustín, Javier y yo) fue toda una fiesta. Incluso un sacerdote polaco, al oírnos hablar a gritos en español, se acercó comentando que él había estado en España el año anterior y había asistido a la ordenación de dos sacerdotes españoles. ¡Resultó que era la de Agustín y Javier!
EL MUNDO ES UN PAÑUELO.
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Salir de Polonia fue algo más complejo. Repetimos la operación mandando por delante al otro autobús. En seguida, el responsable nos avisó de que la policía polaca entraba en el autobús, pedía que cada viajero tuviese en la mano su visado y su pasaporte y los revisaba uno por uno comparándolos. No se nos ocurrió otra cosa que echarle cara.
Le dije a Javier que viniese conmigo como responsable del autobús y pedí a todos que me entregasen a mí el pasaporte. Además, dije a la gente que llenasen el pasillo de todos los trastos que tuvieran (mochilas de mano, fundas de guitarra, sacos de dormir…) Cuando los policías entraron en el autobús, Javier y yo les recibimos de pie llevando el fajo de 49 pasaportes con sus 49 visados. En ningún momento les dimos todos los visados, sino que les acompañábamos y les enseñábamos los que correspondían a cada uno según íbamos recorriendo el autobús. Cuando llevábamos enseñados más o menos la mitad, hice como que tropezaba y todos los pasaportes y visados salieron volando por el pasillo del autobús.
Pensé que con ese caos de papeles nos dejarían pasar, pero los policías me hicieron recogerlos y ordenarlos de nuevo. Para aumentar el caos, muchos jóvenes se levantaron para ayudarme, y luego se sentaron en sitios diferentes a los suyos. Así que los policías tuvieron que comenzar a revisar el autobús de nuevo empezando por la primera fila.
A mitad de autobús, nuevamente dejé caer los pasaportes (lo cierto es que no era fácil moverse por aquel desbarajuste y rebuscar entre 49 pasaportes con sus visados para encontrar el que correspondía a cada persona). Esta vez, los policías a gritos y con gestos, nos pidieron que nadie se levantase para ayudar, y yo tuve que recoger todo con la consiguiente perdida de tiempo y nerviosismo por parte de los agentes de aduana.
Por fin, llegaron hasta el final del autobús comprobando que todo el mundo tenía los papeles en regla, sin darse cuenta de que, con tanto desbarajuste, habían pedido los papeles a todos menos a Javier, que no estaba sentado sino que todo el rato iba detrás de ellos hablándoles e intentando traducir a los jóvenes lo que los policías decían en un ingles bastante básico.
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Al final, la cosa había salido bien, aunque habíamos sido unos inconscientes, teniendo en cuenta el tenso momento político en Polonia y en todos los países de influencia comunista: no hacía ni dos años que había caído el muro de Berlín y, aunque Lech Walesa estaba en el poder, apenas llevaba seis meses de presidente, las tropas rusas seguían en Polonia y, de hecho, el golpe de estado de los tanques rusos en Moscú (el que hizo famoso a Boris Yeltsin) nos tocó estando todavía en el viaje de vuelta, en Berna (Suiza), donde nos dejaron bien claro que “no había problema porque el hotel disponía de un refugio antinuclear”. (Así son los suizos)
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¡La paz contigo!
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P.D.: ¡Qué vueltas da la vida!
16 años más tarde, los tres seguimos siendo unos inconscientes: Agustín trabaja en una parroquia de Washington D. C., muy cerca de la Casa Blanca (hace años que no te veo), Javier está destinado en Jerusalén (un abrazo), y yo… escribo un blog.

Los curas SÍ somos queridos

Ha sido este mismo domingo, hacia las 10 de la mañana.
Me acercaba a la iglesia para preparar la Misa de las Familias (asisten unos 50 niños, cada día más contentos y participativos) cuando he visto salir mucho humo y llamas por el balcón de un 1er. piso. Antes de llegar al portal, algunos vecinos ya sacaban a hombros al señor mayor que vive allí. (A su mujer la habían sacado previamente.) Es un hombre ya bastante anciano, con el cuerpo encorvado por la edad, que necesita dos bastones para andar, y su mujer, de salud muy delicada, apenas puede salir de casa.
Al decirnos los que le trasladaban que sólo tenía unas quemaduras leves en las manos y que ya estaban avisados los bomberos y las urgencias médicas, todos los que estábamos allí nos hemos aplicado a apagar las llamas, que salían por el balcón cada vez con más virulencia.
No ha sido fácil, pues todo cuanto se encontraba en aquel salón estaba ardiendo: muebles, techos, alfombras… y tanto el fuego como, sobre todo, la humareda, impedían acercarse. Por suerte, a través de mangas de riego enganchadas a las bajeras de la calle y a las casas vecinas, hemos conseguido que el fuego no se extendiera al resto de la casa (aunque ese humo negro lleno de cenizas, unido al agua, ha formado un engrudo que creo que ha dejado casi todo lo que había en las demás habitaciones “directamente para el contenedor”).
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Cuando hemos considerado que el fuego estaba sofocado (un par de minutos después han llegado los bomberos), he entrado en la casa vecina donde el matrimonio mayor se había refugiado. Me he acercado al hombre para preguntarle cómo estaba, y él, todavía conmocionado, con la cara y las manos negras, me ha preguntado: “¿Quién eres?”
Cuando yo le he respondido: “El cura”, él, con una amplia sonrisa, ha exclamado: “¡Hombre, **** (mi nombre de pila, sin “dones” ni tratamientos)!”, y ha extendido los brazos para darme un abrazo. Realmente impresionado porque conociera mi nombre, pues apenas llevo dos meses en la parroquia y con él sólo he tenido un par de breves conversaciones, he tenido que pedirle que no me tocase con las manos para que no se le reventasen las posibles ampollas que tuviera por las quemaduras.
Él, muy calmado, me ha contado lo sucedido:
Había ido al salón a “prepararlo” para que su mujer siguiese la misa de la televisión, pero al encender la estufa eléctrica se había producido algún cortocircuito y ésta había “explotado” empezando a arder. Toda su preocupación era que su mujer, que había oído el ruido, no entrase allí porque, además de las llamas, el humo impedía respirar. Por suerte, un vecino que pasaba entonces mismo, había visto la humareda y había subido corriendo a la casa.
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Estaba acabando de contarme esto cuando han llegado los servicios sanitarios de urgencias y todos hemos tenido que apartarnos para que pudieran atenderles, a él y a su mujer que estaba sentada a su lado. Pero antes de marcharme de la habitación, ese hombre que acababa de perder la casa, que acababa de recibir uno de los mayores sustos de su vida y que estaba siendo atendido de quemaduras, me ha dicho con una sonrisa: “¡Que sepas que rezamos mucho por ti!”
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No se cómo se sienten los demás sacerdotes en sus diferentes destinos, pero yo me siento querido por los miembros de la comunidad a la que sirvo y con los que camino hacia la santidad, la instauración de los valores del Reino y la Vida Eterna.
Creo que, en el fondo, en todos los destinos pastorales que he tenido (y han sido muchos) siempre me he sentido no sólo apreciado sino querido, y no sólo por quién era sino por lo que era, por ser el cura.
A veces la gente, nuestros hermanos, cuando hablan con los curas utilizan la ironía y saben dónde disparar los dardos, pero en el fondo la inmensa mayoría nos quiere y muchos de ellos, nos asombraríamos del número, nos tienen presentes en sus oraciones.
También todos ellos están en las nuestras.
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¡La paz contigo!