¿Falta de empatía... o falta de cabeza?

Uno de los mayores problemas de la sociedad en la que vivimos es que pensamos, esencialmente, sólo en nosotros mismos, y eso nos hace incapaces de tener empatía, de ponernos realmente en la situación de los demás.
La vida del otro, sus alegrías o sufrimientos, estamos incapacitados para vivirlo como algo que no sea un mero apéndice superficial de nuestra propia vida. En general, la situación del otro nos importa únicamente en la medida en que nos produce estabilidad o nos desequilibra. Y esto se da en mayor o menor grado dependiendo de lo vinculados que estemos, vital o afectivamente, a esa persona.
Se cometen así “meteduras de pata” tremendamente hirientes que no son provocadas por una mala intención sino por la, anteriormente aludida, incapacidad para ponernos en la situación del otro:
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En mi parroquia funciona desde hace tiempo un “grupo de duelo”: personas que se reúnen para afrontar juntas, desde la fe, el proceso de duelo que están viviendo por la pérdida de un ser querido.
En una de las últimas reuniones, una joven madre, en un tono que reflejaba entre indignación y tristeza, comentó una vivencia que nos dejó a todos helados:
- Se que la gente lo hace con buena voluntad, pero hay comentarios que no ayudan. Al poco de morir mi hijo, se me acerco una mujer para darme el pésame y me dijo: «Pobrecita. Lo mal que lo estarás pasando con lo de tu hijo. Te entiendo perfectamente porque hace poco yo también he perdido “a mi perrita”.»
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¡Qué oportunidad perdida para haberse quedado callada!
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¡La paz contigo!

Mala fama (I)

Hace unos años, a los pocos días de incorporarme a un nuevo destino, se acercó al despacho parroquial una pareja para comunicarme su deseo de contraer matrimonio. Ya habían concretado con el anterior párroco la fecha de la boda, pero prefirieron decírmelo en persona también a mí, para asegurarse de que no había ningún problema. Además, creyeron oportuno puntualizar lo siguiente: «Ya sabemos que no le gusta “hacer bodas” y que le ponen de muy mal genio, pero como no conocemos a ningún cura y usted es el nuevo párroco, hemos pensado… “que no nos importa que nos case usted”.»
Después de darles las gracias “por el detalle”, les pregunté de dónde se habían sacado eso de “mi mal genio en las bodas”. Ellos fueron sinceros: «Es que ya nos hemos enterado de que este verano echó de la iglesia a todos invitados en una boda.»
Me costó entender a qué se referían, pero enseguida recordé un hecho que se acercaba un poco a lo que me acababan de contar, y para que no hubiera malentendidos decidí contarles la historia tal como había sucedido de verdad:
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Antes de ser destinado a aquel pueblo, había estado trabajando como vicario parroquial durante siete meses en una ciudad a unos 40 kms. de distancia. Aquella parroquia tiene el templo más grande de la diócesis (más grande incluso que la catedral): es un edificio de los siglos XVI y XVII, declarado Monumento Nacional, muy interesante tanto arquitectónica como artísticamente, pero tremendamente frío y húmedo, y las fuertes corrientes de aire no contribuyen a hacerlo más cómodo.
Aquel sábado de verano me encontraba sólo en la parroquia. El párroco había tenido que ausentarse dejándome encargado de una boda, prevista para las 12 y media, y un funeral “de cuerpo presente”, que debía celebrarse a las 4 de la tarde.
Por mi tierra se está convirtiendo en tradición el que la novia llegue “tarde” y se le tenga que esperar, así que, por si acaso, les hice llegar el aviso de que fueran puntuales, pues me veía solo para cerrar después el templo, recoger todo lo de la boda, preparar lo necesario para celebrar el funeral, abrir de nuevo el templo al menos media hora antes de que llegase el cadáver y, además de todo aquello, sacar tiempo para comer.
Me extraño ver que, a pesar de mi advertencia, a la hora fijada para empezar la ceremonia ni siquiera había aparecido el novio. Ya revestido, me dirigí al altar para esperar allí a los contrayentes y poder comenzar en cuanto llegasen, pero pasaban los minutos y no aparecían. Los invitados también empezaban a ponerse nerviosos y resonaba un murmullo general por todo el templo.
Entonces, alguien se acercó para comunicarme que el novio y su familia habían tenido “un percance”, se encontraban en la carretera (venían en su propio coche de una población a más de cien kilómetros de distancia) y tardarían, al menos, una hora en llegar. Pregunté si había pasado algo grave y me aseguraron que no había ningún problema serio, pero que no podrían llegar antes de la 1 y media, cosa que inmediatamente comuniqué a todos los invitados a través de la megafonía.
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Como ya he dicho, el templo es precioso, pero el frío y la humedad (a pesar de estar en pleno verano) hicieron que todos los invitados optaran por salir de allí y esperar en los bares cercanos.
La espera se fue alargando y creo recordar que eran ya las 2 de la tarde pasadas cuando empezó a entrar precipitadamente toda la gente en la iglesia, mientras alguien se acercó a la sacristía para comunicarme que el novio ya había llegado. Pedí a esa persona que me dijera cuál había sido el “percance” en la carretera, para no meter la pata en la homilía, pero me contestó: “No. Si no ha pasado nada. De hecho, la familia del novio ha pasado aquí la noche, pero cuando el padre se estaba vistiendo para venir a la boda, se ha dado cuenta de que se habían dejado los pantalones del traje en el pueblo ¡y se han marchado a por ellos!
Más de hora y media de retraso, y más de 200 kilómetros, entre la ida y la vuelta… ¡¡por culpa de unos pantalones!!

Mala fama (II)

Como puede suponerse, salí bastante “calentito” a oficiar la celebración, pero opté por tomármelo con humor, por respeto a los sacramentos que estábamos celebrando (el del Matrimonio y el de la Eucaristía).
La ceremonia transcurrió muy cordialmente y, sólo al final de la misma, hice referencia a la tardanza. La gente en esa parroquia tenía la costumbre de hacer un largo reportaje fotográfico dentro del templo tras la celebración, posando los novios con unos y con otros, y conociendo la costumbre, pedí a través de la megafonía que sólo se hicieran “las fotos indispensables” y que, dada la tardanza, desalojaran cuanto antes el templo para poder cerrarlo, recoger todo lo de la boda y preparar lo necesario para el funeral.
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Tras quitarme las ropas litúrgicas, salí de la sacristía y me encontré con que nadie había abandonado el templo. Al parecer “todas las fotografías eran indispensables”. Esperé un rato, pero cuando el reloj dio las 3 de la tarde, tuve que decirles, ya enfadado, que si no dejaban de sacar fotografías apagaría los focos de la iglesia, y me dirigí hacia los portones del templo para ir cerrándolos.
Como he dicho, aquél es el templo más grande de la diócesis, y con estructura de catedral: los portones quedaban ocultos por el coro de sillería, colocado en mitad de la nave central. Al acceder al trascoro me encontré allí a casi todos los invitados de la boda. Prácticamente nadie había salido del templo, y el motivo era una tormenta de verano. Lo cierto es que tampoco llovía en exceso, pero nadie estaba dispuesto a estropear su traje o su peinado.
Cuando les dije que era muy tarde y que debían salir para que yo pudiese cerrar el templo, empecé a comprobar los efectos de la hora y media que los invitados habían pasado en los bares esperando a que llegasen los novios: mientras unos, con cierta simpatía y camaradería artificial, me decían entre risas que “pasase del difunto” y me fuese al banquete con ellos, otros, en un tono chulesco, se me encaraban diciendo que de allí no se movían y que cerrase si quería, pero con ellos dentro.
Ya harto, me dirigí a la sacristía y apagué todas las luces del templo (por el camino pude observar que los novios seguían haciéndose fotos en el altar mayor). Cuando volví a salir, encontré a los recién casados hechos una furia, pidiéndome explicaciones de por qué no les había dejado hacerse una foto “con la abuela”. Me temo que a esas alturas, mis respuestas empezaban a ser “políticamente incorrectas”.
Acompañé a los novios hasta la salida, donde seguían esperando los invitados sin ninguna intención de abandonar el templo. Como yo insistía en que tenía que cerrar, un buen grupo de ellos (en apariencia, los que “mejor” habían aprovechado la hora y media de espera en los bares) empezó a discutir acaloradamente.
En un momento en que yo ya no veía solución a aquella situación, alguien gritó: “¡Eh, que ahora casi no llueve! ¡Vamos a aprovechar para ir hasta los coches!”. En un momento me quedé solo.
Impaciente, cerré los portones del templo, pero justo cuando estaba echando el último pestillo, alguien golpeó con los nudillos. En un principio pensé en no abrir y, desde dentro, les dije que ya era muy tarde y que no iban a llegar al banquete. Entonces se me ocurrió mirar el reloj: eran más de las 3 y media. Los que llamaban a la puerta no eran los invitados a la boda sino ¡los primeros asistentes al funeral!
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Al parecer, el comentario de los hechos, "algo distorsionados", se había extendido por los pueblos vecinos hasta llegar a mi nueva parroquia… a más de 40 kms. de distancia. Era evidente que la "mala fama" me precedía.
Como dice a veces mi madre: “¡Que el Señor nos conceda la paciencia que necesitamos!”.
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¡La paz contigo!

Médico suplente

El otro día llevé a un compañero sacerdote al hospital para que le hiciesen unos análisis. Tuve que recogerle de madrugada en su pueblo para poder estar en la capital a la hora citada. Sin embargo, al llegar allí nos dijeron que la doctora que tenía que realizar la punción ósea estaba enferma (la gripe no perdona a nadie) y que tendríamos que volver a la semana siguiente.
Mi compañero se indignó bastante, pero yo intenté calmarle diciéndole que, no siendo una cosa urgente, era mejor que fuera atendido por la persona que habitualmente le trataba y seguía la evolución de su enfermedad. Le recordé una anécdota que viví hace ya tiempo:
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Hará cosa de 7 u 8 años, tuve que ir al médico porque estaba sufriendo mareos frecuentes. Hacía tiempo que tenía la tensión arterial bastante descompensada (120-95), al parecer, por problemas renales. Ya tenía cita con el especialista, pero aún faltaba más de un mes, y como por aquella época atendía varios pueblos y me pasaba el día en la carretera, creí conveniente consultar la situación con mi médico de cabecera por si tenía solucion, al menos temporal, con alguna pastilla.
Me llevé una sorpresa cuando en la consulta, en lugar de mi médico habitual, había una doctora bastante joven. El inicio de la conversación fue más o menos así:
- Buenos días.
- Buenos días. ¿Qué le pasa?
- Pues mire. Me están dando últimamente unos mareos…
- (Sin dejarme acabar la frase) ¿A qué se dedica? (Pregunta bastante absurda, teniendo en cuenta que yo vestía de negro y con alzacuellos.)
- Soy cura.
Entonces ella, sin levantarse siquiera de su sillón, afirmó categóricamente: “Usted lo que tiene son ataques de ansiedad, y lo mejor para esto son los ansiolíticos.”; y empezó a extender una receta.
Yo, armándome de paciencia, empecé a insistirle en que mirara mi historial médico o que al menos comprobase mi tensión arterial, pero para ella no hacía falta nada de eso: “Siendo cura, esos mareos son con toda seguridad ataques de ansiedad. Tómese estas pastillas tres veces al día y ya verá como mejora”.
Me negué a coger la receta hasta que ella echara un vistazo a mi historial. La doctora, de mala gana, al final me hizo caso y vio que, efectivamente, tenía problemas renales desde hacía tiempo, pero eso no hizo más que empeorar la situación, porque casi con lágrimas en los ojos, empezó a decir: “Si usted piensa que sabe más que los médicos, ¿para qué ha venido? Le digo que lo suyo es ansiedad, así que haga el favor de tomarse esto y no me haga perder más el tiempo.”
Como el que no estaba dispuesto a perder el tiempo era yo, me levanté y me fui, con la intención de presentar una reclamación en las oficinas del centro ambulatorio. Pero, justo al salir, me encontré con una enfermera conocida y, con bastante indignación, empecé a relatarle lo sucedido. Sin acabar de contarle los hechos, ella me interrumpió y me dijo: “No digas más. Te ha atendido la doctora ***, te ha dicho que tienes ansiedad y te ha mandado un montón de calmantes.”
Sorprendido, afirmé con la cabeza, mientras la enfermera seguía diciendo: “No te preocupes, que no tiene nada personal contra ti ni contra los curas. Es que acaba de separarse. Lo está pasando muy mal y está tomando pastillas contra la ansiedad. Y ahora le ha dado por que todo el mundo debería tomar esas pastillas. No le hagas caso y ven mañana, que ya habrá vuelto tu médico”.
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¡Espero que esa fase depresiva se le pasase pronto a aquella doctora… por el bien de sus pacientes!
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¡La paz contigo!

Ganador del concurso de guitarra

Como ya he comentado en alguna ocasión, me gusta mucho la música (aunque últimamente, con tanto trabajo, la tengo tan abandonada como este blog).
Curiosamente, dos de mis ahijados (fui el padrino en sus respectivos bautizos) están enganchados por la misma afición. Aunque se pasan casi 8 años y no se conocen personalmente, tienen bastantes cosas en común: ambos se llaman Juan, ambos se toman en serio su vida de fe (con los altibajos propios de la edad) y ambos tocan la guitarra eléctrica.
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El mayor es hijo de unos muy buenos amigos y desde hace bastantes años, compaginándolo con los estudios o el trabajo, está metido en eso del mundillo del rock (es decir, ensayos en bajeras y garajes, compartiendo amplificadores –y, a veces, hasta instrumentos–; conciertos en fiestas de pueblos y festivales locales o regionales; sonidos y estética que apenas distingue a unos grupos de otros, aunque algunas de las canciones sean originales…)
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El otro Juan, el más joven (16 años), es hijo de uno de mis hermanos. Cuando aún no tenía 14 años, y después de insistirme mucho, le regalé una guitarra eléctrica con la condición de que si en un año no aprendía a tocarla dignamente me la quedaría yo. Él se lo tomó en serio y todavía sigue estudiando guitarra. El resultado es que, aunque sus estilos derivan bastante hacia el heavy metal, tiene ya un toque MUY bueno, y lo mismo se arranca por riffs de rock de los setenta que por improvisaciones de blues.
Poco antes de las Navidades me enteré de que había ganado un concurso “de guitarra”. Los primeros que me dieron la noticia no me sabían concretar más: sólo que era un concurso importante, que le habían hecho entrevistas y que el premio era una guitarra eléctrica además de dinero en metálico. Quedé gratamente sorprendido, pues apenas han pasado dos años desde que cogió una guitarra por primera vez.
Pocos días después, el principal periódico de la provincia, en la sección de juventud de los viernes, le dedicaba toda una página haciendo referencia al premio conseguido. Lo cierto es que, sin menospreciar el hecho de haber ganado, quedé un poco desconcertado al saber que se trataba... de un concurso de “air guitar”, es decir, con una música de fondo y con las manos desnudas, ¡¡simular que tocas la guitarra!!.
¡Bueno…! Por algo se empieza.
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Por cierto, Juan ha vendido la guitarra del premio y ha guardado el dinero junto con el premio en metálico para poder asistir este año 2008 a la Jornada Mundial de la Juventud con el papa en Sydney. ¡Me parece estupendo!
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¡La paz contigo!