No juzguéis... (I)

Estos días pasados recibí un e-mail de un compañero sacerdote que me hizo confirmar mi creencia de que la vieja picaresca española está hoy día más vigente que nunca. Este es, literalmente, el correo electrónico que recibí:
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“Mucho cuidado.
Llaman por teléfono a la parroquia, te dice que es un cura de una parroquia de Bilbao, y te pide que si puedes ayudar a un vecino del pueblo, que está enfermo, con un trasplante de riñón, y que se le ha matado una hermana y una sobrina en un accidente y mañana es el funeral en su parroquia. Está pasando una temporada en el pueblo, descansando, y está sin dinero porque tiene que pasar un tribunal médico.
No te dice la dirección, pero se encarga de avisarle que se pase por la parroquia.
Es un tipo alto, con la pinta de enfermizo, pero es un cara dura.”
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Leyendo este correo me acordé de un hecho ocurrido en la parroquia de mi pueblo siendo yo joven.
En la misa de Navidad, durante el ofertorio, un hombre bien trajeado salió espontáneamente a pasar el canastillo. Fue recogiendo la colecta de banco en banco, y cuando llegó al final de la iglesia salió por la puerta y no lo volvimos a ver.
Una feligresa, ya mayor, cuando se enteró del hecho, sentenció: “Si ha actuado así…, posiblemente necesitaría el dinero mucho más que nosotros.”
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Que el señor me conceda esa capacidad para pensar siempre bien de los demás, sin sentirme con el derecho de juzgarles, porque… ¡Mira que es difícil!

No juzguéis... (II)

Hace unos meses, poco antes de trasladarme a mi nueva parroquia, pasó por el despacho parroquial un transeúnte de unos cincuenta y tantos años, que pedía para comer y para poder llegar hasta la capital.
Sin esperar mi contestación, me bombardeó con una detallada información sobre todas sus penurias a lo largo de su vida: perdida del trabajo, perdida de la mujer, perdida de relación con los hijos, dificultades en su deambular de un lugar a otro para ir tirando…
Como la parroquia tenía un acuerdo con el ayuntamiento para la acogida de transeúntes, le ofrecí la posibilidad de acercarse a las oficinas municipales. Allí, a cambio de una pequeña contraprestación (barrer los porches del ayuntamiento, limpiar el pequeño patio o alguna cosa similar) se le ofrecería un vale para comer el menú del día en el bar y un billete para una distancia de unos 50 kilómetros.
La respuesta de aquel hombre me desconcertó:
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- “Mira, yo en ese tipo de dinámicas (supongo que se refería a trabajar para comer) no me he planteado entrar por ahora. Yo he venido aquí a pedirte dinero, no a que me digas cómo podría conseguirlo. Si me lo das, bien, y si no, me voy y todos tan amigos”.
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Unos dos meses después volví a encontrarme con él. Apareció por el despacho de mi nueva parroquia, a unos 100 kilómetros de distancia. Charlamos un rato y luego dijo: “Bueno, me marcho, que he pasado un buen rato contigo pero si seguimos hablando seguro que acabas echándome algún sermón.” Y enseguida añadió: “Que no es que no me los merezca, pero ahora no estoy preparado para recibirlos.”
Seguía con la misma filosofía de vida.
Supongo que continuará dando tumbos por esos caminos de Dios.
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¡La paz contigo!

Cine y niños (I)

Siempre me ha gustado el cine. Recuerdo las tardes de domingo de mi infancia en las que mi hermano y yo invertíamos nuestro tiempo ¡y nuestra “paga del domingo”! en aquellas sesiones infantiles dobles en las que entrabas a las 3 de la tarde y salías casi a las 7 (contando el descanso entre película y película para el cambio de rollo).
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La sesión era sin numerar y eran más caras las entradas de patio que las del primer piso, así que, como no andábamos sobrados de dinero, nos poníamos de acuerdo toda la cuadrilla de amigos y sólo dos compraban entradas “de abajo”. Tras acceder ambos al patio de butacas, y una vez cogido sitio para todos, uno se quedaba sentado y el otro, con las entradas cortadas de los dos, salía al baño o al bar donde se vendían los dulces. Allí esperaban el resto, que habían comprado entradas “de arriba”. A uno de ellos se le pasaba disimuladamente la entrada del que esperaba guardando los sitios, y así también él podía acceder al patio de butacas. Después era el que se había quedado reservando los asientos el que, provisto de las dos entradas, repetía la operación.
De este modo, de uno en uno, todos los amigos acabábamos viendo las películas “desde el mejor sitio del cine”. (Tras muchos cálculos, y después de probar diferentes lugares, habíamos llegado a la conclusión de que el centro de la fila 7 era, sin duda, el lugar ideal.)
Toda aquella operación táctica tenía una doble recompensa: poder disfrutar de la película desde el mejor lugar (de no haber unido nuestras pagas para hacer todo aquello, a ninguno nos hubiera llegado para sentarnos allí) y que además nos sobrase para comprarnos un pepinillo relleno o un par de tiras de regaliz rojo.
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¡Debo reconocer que este tipo de trastadas casi siempre se me ocurrían a mí!

Cine y niños (II)

Estos recuerdos de infancia me han venido a la memoria al darme cuenta de que en los siete últimos años sólo he asistido a las salas de cine para ver la trilogía de “El Señor de los Anillos” (cuya obra literaria empecé a conocer cuando en cierta ocasión quedé semi-aislado por la nieve en un bungalow en el Valle de Arán junto con varios amigos, y pasábamos aquellas largas tardes-noches de invierno leyendo al calor la chimenea, en voz alta y por turnos, esa novela que alguno “por despiste” había metido en su mochila. No imagino un modo mejor de disfrutarla.)
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He dicho que “sólo he asistido” a ver esas tres películas, pero me he expresado mal. Debería haber dicho: “sólo he asistido por gusto propio y eligiendo la película”. Me explico:
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Hace unos años, hablando con los niños y niñas que me ayudaban en las misas de los domingos, me enteré de que una niña de unos 10 años ¡nunca había ido al cine! No me lo pensé dos veces y les propuse que la siguiente excursión sería a la capital a ver una película.
A pesar de ser invierno, el buen tiempo nos acompañó y la jornada fue estupenda: visita al Museo de las ciencias, juegos en el parque, comida en una pizzería…
Llegó el momento de ir al cine. Enseguida vi que la elección de la película no iba a ser fácil. Entre las que eran “para mayores”, las que alguno “ya había visto con sus padres”, y las que acababan “demasiado tarde”, sólo nos quedaba una alternativa y, al menos para mí, tenía un título no excesivamente atrayente: “¡Vaya Santa Claus 2!” (Evidentemente, no era la película que yo habría elegido para, después de tantos años, volver a pisar un cine, pero…)
Decidí asumir el compromiso con doble dosis de energía ilusionante. Debíamos recordar que para Sheila, aquella era la primera vez que pisaba un cine y el acontecimiento debía celebrarse “como Dios manda”. Así que, antes de entrar en la sala, todos se aprovisionaron de palomitas, chucherías y refrescos.
Como era de esperar, dado el poco atractivo título de la película, la sala estaba completamente vacía, lo cual aumentaba la magia del momento: “Toda una sala para nosotros solos.” Podíamos sentarnos en el lugar que quisiéramos y, tal como recuerdo yo en mi infancia, ellos fueron probando diferentes lugares hasta que decidieron cual era el sitio perfecto (curiosamente, el centro de la fila 7).
Antes de empezar la película entraron otras dos familias con sus hijos y, conociendo lo “salvajes” que podían ser mis muchachos si la película acababa siendo aburrida, decidí que el mejor modo de tenerlos controlados era sentarme justo detrás de ellos, en la siguiente fila.
La película debió entretenerles, pues más de una vez me despertaron con sus escandalosas risas. Y es que debo confesar que, en efecto, yo me pasé casi toda la película dormido. Ha sido la primera y única vez, que yo recuerde, que he cometido semejante “pecado” (y no me vale de excusa ni el cansancio por estar todo el día “de trote” con aquellos chavales, ni lo poco acostumbrado que estaba a ver una película en aquellas butacas tan cómodas y con la luz apagada, ni tener el estomago lleno de pizza de jamón de york y queso, aunque la conjunción de todo aquello no podía dar otro resultado).
Con todo, aquella tarde hubiera merecido la pena sólo por escuchar la frase que me dijo la niña nada más comenzar la película. Desde mi asiento de atrás veía que estaba inquieta buscando algo por el asiento y por los brazos de la butaca, hasta que finalmente se volvió hacia atrás y me preguntó tímidamente: “El sonido está un poco alto. ¿Dónde está el botón para bajar el volumen?”
Tuvo que esperar mi respuesta, pues el ataque de risa me impidió contestarle en aquel momento.
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¡La paz contigo!
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P.D.: La niña tenía razón. El volumen de sonido en las salas de cine comerciales es exagerado.

¡Jo, qué fuerte! (I)

Creo que cada vez comprendo menos las expresiones que se usan hoy en día. Entiendo que son como muletillas que valen para todo, pero eso hace que no acabe de captar su significado. Así, la expresión “Jo, qué fuerte”, ¿se trata simplemente de una exclamación de admiración de tono neutro o implica una valoración positiva o negativa? Intentaré explicar el porqué de mi pregunta:
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En cierta ocasión, siendo yo seminarista, tuve que hacer un regalo y, buscando alguna cosa exótica, entré en una tienda de las denominadas “de comercio justo”. Me encontraba rebuscando libremente por la tienda cuando entró en el establecimiento una persona de edad avanzada.
La persona mayor se dirigió a una de las dependientas y le pidió la encíclica “Sollicitudo Rei Sociales” de Juan Pablo II, que había sido publicada recientemente.
Las dependientas, con ojos como platos y conteniendo la risa, le dijeron que allí no tenían ese tipo de libros.
La persona mayor, extrañada por la contestación, respondió con naturalidad: “Pues que raro, porque trata sobre la paz y la justicia, y sobre los problemas profundos del hombre”; mientras señalaba el escaparate, donde, junto a paquetes de café, chocolates y diferentes piezas de artesanía, había varios carteles que animaban a concienciarse y a colaborar por la justicia y la paz en el mundo (carteles rodeados por un buen número de libros sobre budismo, Gandi, antiglobalización, “ecología espiritual” o “la fraternidad cósmica de la New Age”).
Las dependientas, cada vez con más cara de no entender nada, volvieron a decirle que ni tenían ese libro (intentaron repetir el título sin éxito) ni lo iban a recibir, así que la persona mayor, muy educadamente, se despidió y al salir de la tienda volvió a fijarse en los carteles por si antes no los había leído bien.
Una vez solas, las dos dependientas se miraron y exclamaron una y otra vez: “¡Jo, qué fuerte! ¡Un libro del papa!
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La escena me hizo pensar. Había muchas probabilidades de que las cooperativas indígenas que habían producido aquellos alimentos hubiesen surgido por la iniciativa de un misionero. Posiblemente un buen número de los talleres donde se habían fabricado aquellas artesanías habían sido costeados, al menos en parte, por Manos Unidas (ONG católica) o asociaciones cristianas similares. Incluso un importante número de clientes de la tienda, dado que estaba enfrente de la catedral, serían cristianos concienciados por la necesidad de colaborar por el comercio justo y la promoción de los más desfavorecidos. Y en ese caso, ¿con qué criterio habían decidido que el mensaje de la principal voz de la Iglesia Católica sobraba en aquel lugar?

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Opté por marcharme de allí. Algo en todo aquello chirriaba.

¡Jo, qué fuerte! (II)

La escena que acabo de relatar me ha venido a la memoria por algo que he vivido esta misma semana.
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Debo dejar claro de antemano que en el contestador automático de mi teléfono móvil empiezo el saludo con la frase: “¡La paz contigo!”. Cualquier otra frase no reflejaría mejor mis sentimientos hacia quien llama: máximo de contenido con el máximo de economía verbal. Por algo era el saludo que usaba el Señor y que siguen usando judíos y musulmanes entre ellos. (Es una pena que los cristianos lo hayamos sustituido por un “hola” carente de contenido.)
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El otro día, al salir de una Eucaristía, vi que en el teléfono móvil tenía una llamada perdida y habían dejado un mensaje. La llamada procedía de un teléfono con el “numero oculto” (Ese tipo de llamadas suelen ser de comerciales, y para no hacerles perder el tiempo y no perderlo yo tampoco, tengo por norma no contestarlas nunca). Al escuchar el mensaje pude comprobar que, efectivamente, se trataba de una comercial con poca experiencia, pues había olvidado colgar el teléfono y había quedado grabada la siguiente conversación con una compañera de trabajo:
- La paz contigo. En este momento no puedo atenderte.
- ¿Qué?
- La paz contigo. No puedo atenderte.
- ¿Pero qué te ha dicho?
- ¡La paz contigo!
- ¡Jo, qué fuerte!
- ¡La paz contigo! ¡Jo, qué fuerte!
- Seguro que era un cura. Seguro.
- ¡Jo, qué fuerte!
- ¡Un cura! ¡Qué fuerte!
Llegado a este punto de la "conversación", por respeto (dado que parecía evidente que se trataba de una conversación privada), opté por borrar el mensaje sin escuchar el resto. Pero me quedé con la duda: ¿Por qué aquel saludo era “tan fuerte”?
Sé por experiencia propia la cantidad de burradas que la gente pone como mensajes de bienvenida en los contestadores (desde grabaciones graciosas hasta expresiones de evidente mal gusto), y dado su trabajo, ellas deberán escuchar realmente “de todo”. En ese contexto, ¿qué tiene de “fuerte” que alguien te desee la paz? ¿Y por qué asocian indubitablemente esa expresión a “un cura”?
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Insisto en lo dicho al principio de la entrada. Me gustaría saber si la expresión en cuestión es una simple exclamación de tono neutro o implica una valoración positiva o negativa. Así, ante hechos como éstos, podré decir con mayor propiedad: “¡Jo, qué fuerte!
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¡La paz contigo!