Cuando el cura "da miedo"

En uno de mis destinos, en la plaza de la iglesia vivía un matrimonio de recién jubilados. En cuanto llegaba el buen tiempo, la mujer sacaba una silla a la calle y pasaba las tardes de tertulia con las vecinas mientras cuidaba de su nieta (la hija, que también vivía en el pueblo, trabajaba, y ya se sabe “para qué sirven los abuelos”).
La niña, de casi dos años, correteaba libremente por toda la plaza recibiendo muestras de cariño de cuantos la veían, y era alegre y abierta con todos… excepto cuando me veía a mí. Entonces, echaba a correr y se agarraba a las faldas de su abuela haciendo pucheros y con cara de susto.
Por más que intentaba ser amigo suyo, era imposible. Si me acercaba demasiado, aunque fuera con algún dulce en la mano, empezaba a llorar y la abuela tenía que cogerla en brazos.
La abuela la llevaba todos los días a la iglesia “a visitar a Jesús y a la Virgen”, lo que suponía para la niña toda una excursión a la que siempre estaba dispuesta… excepto si sabía que yo estaba en el templo, en cuyo caso no había manera de que traspasase la puerta.
Durante un tiempo, achaqué aquella reacción a que le daba miedo mi ropa negra o mi barba.
Por fin, cierto día descubrí el porqué de su miedo hacia mí:
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Una tarde, siendo casi la hora de la misa, crucé la plaza en dirección a la iglesia, no por el centro sino pegado a las casas para librarme del sol.
En la puerta de su casa, en compañía de las vecinas, sentada en su silla y de espaldas a mí, estaba la abuela dando de merendar a la niña. Al parecer, la pequeña no tenía muchas ganas de comer, así que la mujer le dijo con tono amenazante: “¡Cómete todo… o llamo al cura!
Al oír aquello, espontáneamente exclamé en voz alta: “¡Vaya, ahora entiendo por qué no quiere ni verme!”
La pobre mujer se volvió y, al verme, se le cambió el color. Intentó balbucear alguna excusa, pero en vez de arreglar la situación, cada vez metía más la pata. Al final, yo, aguantándome la risa, le dije que aquello sólo había una forma de arreglarlo: que al día siguiente nos invitase a todos los que estábamos allí, incluída la nieta, a merendar chocolate con churros (tenía fama de prepararlos francamente bien).
La idea, entre risas y aplausos, fue apoyada por todas las vecinas. (Hasta la nieta se reía y aplaudía).
Curiosamente, partir de entonces, la niña se comportó conmigo mucho más normalmente.
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¡La paz contigo!

Young friend

Esta semana he recibido en el teléfono móvil un mensaje en inglés:
Young friend. God & his people expect much from u, because u have within u the Father’s supreme gift: the Spirit of Jesus. BXVI.
(Joven amigo. Dios y su pueblo experan mucho de ti, porque tienes en tu interior el regalo supremo del Padre: el Espíritu de Jesús. Benedicto XVI)
Es el mensaje que han recibido los jóvenes que participan en la Jornada Mundial de la Juventud en Sydney. Supongo que el mensaje me lo habrá enviado mi sobrino o alguno de los conocidos que están disfrutando de este encuentro.
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Lo cierto es que al recibirlo me han venido recuerdos de todas las concentraciones juveniles con el papa (entonces Juan Pablo II) en las que he participado, y cómo cada una se produjo en circunstancias diferentes de mi vida:
- el año 1984, en Roma (el origen de lo que luego serían la Jornadas Mundiales de la Juventud), todavía estaba estudiando magisterio. Fue una fuerte llamada a abrirse a nuevos proyectos en la vida.
- en 1989, en Santiago de Compostela, viví el encuentro como seminarista.
- en 1991 había acabado los estudios en el seminario y como diácono me tocó organizar el viaje con 100 jóvenes a Czestochowa (Polonia).
- en 1995, ya como sacerdote, organicé el viaje al Encuentro Europeo de Jóvenes en Loreto (Italia), pues la Jornada Mundial fue en Manila.
- y finalmente, en 1997 en París (Francia) fue mi adiós entrañable al papa viajero. Las labores pastorales hacían cada vez más difícil mi participación en este tipo de encuentros. Gracias a Dios, otros más jóvenes iban ocupando mi lugar permitiendo que las nuevas generaciones no se quedasen sin estas irrepetibles experiencias.
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Son muchas las anécdotas vividas en todas estas peregrinaciones. Hoy, un compañero de viaje (entonces él bastante joven) me ha recordado algo sucedido en Polonia:
Era un viaje de jóvenes y hubo que recortar al máximo los gastos para que pudieran asistir todos los que se lo propusieran. Así, como nos separaban de Czestochowa más de 2.500 kilómetros, alternábamos los días durmiendo en hotel con los que tocaba dormir en ruta acomodándonos como podíamos en el autobús. Por ello, vestíamos con lo más cómodo que teníamos.
Después de una larga etapa de 800 kilómetros, llegamos a Wroclaw, ya en Polonia. Los conductores del autobús me pidieron que saliese y preguntase "como pudiera" dónde se encontraba la calle de nuestro hotel (en aquellos tiempos aún no existían los gps ni “Google maps”).
Conociendo lo religiosos que son los polacos, me quité la camiseta llena de colorines que llevaba y, como ya era diácono, me puse la camisa negra y el alzacuellos.
Cuando bajé, la reacción de la señora que estaba junto al autobús (a la que pretendía preguntarle la dirección) me dejó desconcertado: en cuanto me vio salir por la puerta, se hizo la señal de la cruz y se alejó presurosa de mí. Otra señora, un poco más distante, tuvo la misma reacción al intentar acercarme a ella: se santiguó y se marchó casi corriendo. Al darme la vuelta, totalmente extrañado, vi que los jóvenes del autobús me hacían insistentemente señas a través de las ventanillas para que regresara.
Entonces me di cuenta de lo que pasaba:
Efectivamente, me había colocado la camisa de clergyman y el alzacuellos, pero había olvidado que llevaba puestas “las bermudas de color naranja-fosforito” que los jóvenes me habían regalado al comenzar el viaje. La combinación realmente era "como para santiguarse y salir corriendo" (precisamente, lo que habían hecho aquellas dos pobres señoras).
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¡La paz contigo!