Santos

Alguna vez ya he comentado (espero que se entienda que lo hago con cariño), cómo es frecuente en casi todos los pueblos que en torno a la iglesia haya personas que, aunque tremendamente limitadas intelectualmente, su gran disponibilidad y la enorme entrega que ponen en todo lo que hacen los acaban convirtiendo realmente en imprescindibles para el buen funcionamiento de la parroquia. (¡Y cómo son de queridos por toda la comunidad!)
.
Me viene a la memoria el caso de Santos, un niño eterno que ahora rondará los 45 años. Cada mañana coge el autobús para desplazarse a la capital donde trabaja como encuadernador en un centro para disminuidos psíquicos. Como acaba su jornada laboral a las 5 y el autobús no sale de regreso al pueblo hasta casi las 8, aprovecha para hacer de “monaguillo” cada día en la misa de la tarde de una de las parroquias del centro.
Pero donde realmente se siente feliz es como sacristán en la iglesia de su pueblo (con anterioridad, ese oficio lo ejercía su padre hasta que murió, hace ya bastantes años). Allí realiza una labor impagable: él se encarga de que estén preparados los santos en sus andas para las procesiones, de que nunca escasee el vino o las formas, de que estén siempre preparados los ornamentos litúrgicos y el leccionario correspondiente, e incluso busca qué prefacio o qué plegaria eucarística son los más adecuados en relación con las lecturas del día (la mayoría de los curas ni siquiera son tan cuidadosos en ese aspecto). ¡Vamos, que el cura (que vive en un pueblo cercano y tiene que celebrar cada domingo en varias parroquias), prácticamente llega “a mesa puesta”!
Además, Santos vive como nadie el ser hijo de su pueblo y colabora todo lo que puede en los actos e iniciativas que prepara el ayuntamiento, hasta el punto de que al final de la misa, junto con los avisos parroquiales (que por supuesto él se encarga de dar, pues le encanta usar el micrófono), da también de forma pormenorizada todos los avisos que conciernen al pueblo (¡qué mejor momento para que todos los vecinos se enteren!): desde si va a haber cortes en el suministro del agua hasta quién va a cumplir años durante la semana.
Como puede esperarse, su deseo de acertar en todo no le ha impedido ser el protagonista de más de una anécdota curiosa:
.
En cierta ocasión, un matrimonio cumplía sus bodas de oro. Los hijos organizaron toda la celebración, incluida una eucaristía de acción de gracias, pero deseaban vivir aquel acontecimiento en la intimidad familiar. Como el pueblo era pequeño (unos 300 habitantes) y sus padres eran muy queridos por todos, pidieron al cura la posibilidad de celebrar las bodas de oro el sábado por la mañana en lugar de en la misa dominical, rogándole que no lo hiciese público (sin duda, si los vecinos se enteraban del acontecimiento, se presentarían llenando la iglesia, aunque no hubieran sido directamente invitados).
El cura (a quien yo sustituí poco después en aquella entrañable parroquia) no puso ninguna objeción, y avisó a Santos, el sacristán, más o menos en estos términos: “El sábado a las 12, L… y M… van a celebrar sus bodas de oro. Encárgate de dejarlo todo preparado para poder celebrar la eucaristía. Pero no se te ocurra decirselo a nadie porque quieren hacerlo en la intimidad.”
Cual fue la sorpresa de aquel cura cuando, acabada la misa dominical y después de dar varios avisos, Santos dijo por el micrófono:
“Y por último, el próximo sábado a las 12 va a haber algo en la iglesia... que no puedo decir lo que es. Pero os aconsejo que vengáis todos porque va a ser muy bonito.”
.
A veces se nos olvida que la inocencia de los niños no entiende de “medias verdades” ni de “mentiras piadosas”.
.
¡La paz contigo!

“… de los que asisten a misa con frecuencia.”

Es curioso cómo la gente cree que, por tener un familiar obispo o llevar en la cartera la imagen de algún santo, el cura va a tener mejor impresión de ellos como personas.
Cuando coincides con alguien esperando un ascensor o en la fila de la carnicería, enseguida te cuentan que de pequeños eran monaguillos o que, aunque no les veas por la iglesia, nunca se acuestan sin rezar la oración que les enseñó su madre (lo cual me parece perfecto, aunque la información no venga a cuento).
Pero si además tienen que pedirte algo, hay quien aprovecha para hacer un repaso pormenorizado de todas las veces que ha pisado la iglesia desde su Primera Comunión, supongo que esperando la aprobación del cura para que así realice más diligentemente la gestión que le piden.
Evidentemente, en la mayoría de estos casos, los hechos han sido “ligeramente” exagerados y esas personas no están “tan plenamente integradas como manifiestan” en el día a día de la comunidad parroquial.
.
El pasado domingo regresaba a la iglesia después de acercarme al despacho para imprimir en la fotocopiadora algunos ejemplares más de la hoja parroquial, que prácticamente se habían agotado entre la misa del sábado y la de las 9 de la mañana. (Nunca sé calcular cuántas harán falta cada semana.)
A pesar de que la iglesia había quedado abierta, opté por entrar por la puerta de la sacristía que da a la calle.
Cuando abría la puerta, oí que alguien me llamaba por detrás. Un hombre de unos 60 años, a quien no reconocí, me hacía señas desde un coche para que esperara. Bajándose del automóvil, se acercó a mí con una amplia sonrisa y me saludó con evidentes muestras de familiaridad. Sin saber cómo reaccionar, pues realmente su cara no me sonaba de nada, le escuché cómo su nieta iba a empezar en otra población la catequesis de Primera Comunión y necesitaba un certificado que acreditase que estaba bautizada.
Le propuse que me acompañara a la sacristía, donde tomé el nombre y la fecha de bautismo de la niña, confirmándole que en cuanto pudiera me acercaría al archivo parroquial para hacerle el volante de bautismo. El hombre me dijo que no era urgente y que ya se pasaría algún día después de misa para recogerlo. Al parecer, según dijo, era “de los que asisten a misa con frecuencia. Me gusta venir siempre que puedo.” (Cada vez estaba más extrañado de no reconocer su cara.)
Le propuse que en lugar de salir por la puerta por donde habíamos entrado (que ya había cerrado con llave), saliese por la iglesia, lo que aprovechó para decirme que no había problema porque la iglesia era para él “como su segunda casa”. (Llegue a pensar que tal vez se tratase de algún pariente del anterior sacristán, fallecido poco antes de que yo llegase a la parroquia, pero dada su familiaridad en el trato, no me atreví a decirle que no tenía ni idea de quien era. ¡Bastante fama de despistado tengo ya en el pueblo!). Con un fuerte apretón de manos se despidió y salió de la sacristía por la puerta que daba al interior del templo.
Al rato, alguien llamó a la puerta de la sacristía y al abrir me encontré con el mismo hombre que, con cara desconcertada, me dijo: “Oiga, que la puerta de la iglesia está cerrada y no se puede salir”.
Me extraño muchísimo, pues había dejado abiertas las dos puertas (tanto la que da a la plaza como la de la calle de atrás). Para abrirlas basta con empujarlas, pero a veces se hinchan un poco, así que le acompañé para comprobar lo que me decía.
Seguí al hombre por la iglesia vacía (aún faltaban más de dos horas para la siguiente misa) y cual fue mi sorpresa cuando se dirigió directamente a los portones, que efectivamente estaban cerrados, pues… ¡¡sólo se abren en las bodas, los funerales y cuando hay procesiones!!
Enseguida entendí por qué no me sonaba su cara y qué es lo que había querido decir con eso de que era “de los que asisten a misa con frecuencia.”
.

¡La paz contigo!