Josué

El pasado mes celebrábamos el funeral de Josué, un niño de unos 30 años.
Nació con una parálisis cerebral muy severa que le impidió tanto la movilidad física como el desarrollo mental.

Con ocasión de una visita de Juan Pablo II a España, los abuelos de Josué consiguieron llegar con él hasta la primera fila del lugar por donde el papa saludaba a la gente, y mostrándole a su nieto le hicieron una pregunta que les salía del corazón:
- Santo Padre, ¿por qué Dios ha permitido esto?
El papa se paró ante aquella familia angustiada y, también desde lo más hondo, les respondió con unas palabras proféticas (de esas que sólo brotan de los hombres muy próximos a Dios):
- Si alguna vez yo voy al cielo, será de la mano de este niño.

Pues bien, ¡Josué ya está en el cielo!

¡La paz contigo!

Es difícil ser obispo

Dice un refrán español: "Nada hay que una más a los curas que el hablar mal del obispo".
No es esa mi experiencia, pero debo reconocer que los obispos, en general, no tienen buena fama (especialmente entre los alejados de la Iglesia).

Hace unos meses, una persona que llegó casualmente a este blog, me escribió bastante desencantada "con la vida distanciada de la realidad en la que viven los obispos". Le respondí haciéndole partícipe de una experiencia personal que, en principio no tenía intención de incluir aquí. Pero he vuelto a recibir otros e-mail insistiendo duramente (creo que más por ser una idea difundida socialmente que por una mala experiencia personal) en el carácter distante y "sin los pies en el suelo" de la jerarquía.
Ante esto, sólo puedo responder con aquello que he vivido:

Siendo yo todavía seminarista, aprovechaba los fines de semana que tenía libres (no eran muchos) para, junto con otro compañero, colaborar como voluntario en un comedor para excluidos sociales, indigentes y transeuntes. Humanamente la experiencia era gratificante (ayudar a los más necesitados), pero no era fácil, pues más de una vez nos vimos injuriados por ellos, o hasta con un cuchillo en el cuello (los más pobres carecen de todo, incluida la educación en cuanto a higiene o normas de convivencia, y su situación desesperada les lleva a veces, de forma irracional, a perder la paciencia violentamente con las personas menos culpables de su situación o incluso con aquellas que tratan de ayudarles).

Una vez ordenado sacerdote, mi primer destino fue una parroquia en el extrarradio de la capital. Allí me reencontré, como feligreses, como una buena parte de aquellos necesitados a los que servía la comida.
Me llevé una gran sorpresa cuando, en vísperas de las fiestas de Navidad, me llamó el obispo para decirme que el día de Año Nuevo vendría a presidir él la Misa mayor en aquella parroquia. Mi sorpresa fue aún mayor cuando, aquel día de Año Nuevo, el obispo llegó y saludó cariñosamente a TODOS, especialmente a los más deteriorados (física, social y moralmente), llamando a muchos de ellos por su nombre. ¡Los conocía, estaba al tanto de sus problemas desde hacía tiempo, y para todos era ya una tradición comenzar el nuevo año celebrándolo "con su obispo"!
Por supuesto, el obispo no hacía publicidad de aquel hecho, a pesar de que si se hubiese sabido, tal vez no hubiera tenido esa fama que le acompañaba de hablar mucho desde la teoría de los estudios (era especialista en Biblia) y poco desde la experiencia del mundo.

¡Que bueno sería que todos, incluidos los curas, criticáramos menos a nuestros obispos y rezáramos más por ellos!

¡La paz contigo!