Todos hemos tenido algún despiste en la vida

Más de una vez lo he reconocido en este blog: soy bastante despistado. Y no se trata de una opinión personal y subjetiva, sino de una evidencia constatada y pública. Pero, en el fondo, tener unos "impresionantes despistes" de vez en cuando es bueno y sano: por una parte, se trata de una medicina eficacísima contra el orgullo, y por otra, esas "situaciones incómodas no buscadas" son un certero test que detecta si siguen en su sitio el imprescindible sentido del humor y la capacidad para reírse de uno mismo.

En cierta ocasión, un sacerdote algo más mayor que yo (de los que a veces me echan en cara que mis despistes no son sino prueba del poco interés que pongo en algunas cosas), me hizo a solas una confidencia: él también había tenido un despiste "de los gordos".
Hacía ya unos años, recibió el aviso de que un tío suyo que vivía en Galicia había fallecido. Como le tenía gran afecto, comunicó a la familia que, a pesar de la distancia, haría lo posible por llegar al funeral al día siguiente.
Así, aquel día se levantó muy de madrugada y puso rumbo con su coche hacia aquella aldea de montaña. Tenía por delante casi 700 kilómetros, pero había estudiado bien la ruta y creía que podía llegar incluso una hora antes de que comenzase el funeral.
A pesar de no haber realizado nunca aquel trayecto, el sacerdote recorrió el camino cumpliendo con precisión el horario previsto, hasta que llegó a las cercanías de la aldea donde tendría lugar el funeral.
Aquellos que conocen el interior de Galicia y lo han recorrido por carreteras secundarias, saben lo dispersos que están algunos núcleos habitados dentro de la misma parroquia. Un poco desorientado, el sacerdote tuvo que dar varias vueltas antes de encontrar la iglesia que buscaba.
Cuando la divisó, se dio cuenta de que llegaba justo a tiempo. El coche fúnebre ya había llegado y el párroco del lugar estaba realizando las oraciones de acogida del cadáver antes de entrarlo en la iglesia.
Él, presuroso, aparcó el coche, cogió el maletín con el alba y la estola y, sin pararse a saludar a nadie, entró directamente en la sacristía, se revistió y salió al presbiterio en el mismo momento en que el párroco entraba en la iglesia seguido por los que portaban el ataúd. Saludó con un gesto al sorprendido cura de lugar y se colocó junto a él en el altar.
Satisfecho por haber llegado a tiempo al funeral de su tío, debió quedarse pálido cuando escuchó la voz del párroco decir en el rito inicial del encendido del cirio: "Junto al cuerpo de nuestra hermana María...".
En efecto, ¡se había confundido de iglesia y de funeral! Con las prisas, no se había percatado de que no estaba presente ninguno de sus familiares.
La situación era bastante incómoda, no sólo porque todo el mundo le miraba sin comprender quién era aquel cura y de qué conocía a la difunta, sino, sobre todo, porque parecía inadecuado marcharse de aquel funeral para llegar al de su tío. Así, permaneció en la iglesia hasta que finalizó la celebración, e inmediatamente, totalmente avergonzado, se subió al coche y tomó el camino de regreso a casa (¡Otros 700 kilómetros!), parando a mitad de camino para llamar a sus parientes y decirles escuetamente que "le habían surgido complicaciones y que, muy a pesar suyo, no había podido asistir al funeral del tío". Todos lo entendieron, dada la gran distancia que había.

Curiosamente, cuando mi amigo sacerdote me contaba esto, lo hacía, después de tantos años ya pasados, con un tono que reflejaba cierta humillación, y tardó un poco en dejarse contagiar por mis irrefrenables y escandalosas carcajadas.

Me reafirmo en lo dicho: que bueno es tener alguno de esos despistes de vez en cuando... y ser capaz de aceptarlos con sentido del humor y riéndose de uno mismo.

¡La paz contigo!

En nombre del amor de Dios

Creo que siempre he sido consciente de la necesidad que tenemos los curas de los seglares, y no me refiero sólo a los múltiples trabajos que realizan en los diferentes ámbitos de la vida parroquial. Los curas necesitamos de los seglares, sobre todo, su oración, su vida testimonial, sus palabras de apoyo, sus críticas, su visión creyente (y a la vez, más próxima) de los problemas del día a día de la vida. Necesitamos esas palabras desde la fe que nos ayudan a clarificar nuestra misión.

En cierta ocasión, mientras regresaba a casa después de la última Misa de la tarde, me crucé por la calle con una mujer mayor bastante nerviosa. Al verme, se acercó a mí y, con lagrimas en los ojos, me dijo:
- "Por favor, ayúdeme, que mi nieto se ha vuelto loco. No deja de discutir con sus padres a gritos y de romper cosas. Creo que va a acabar haciendo una locura. Sus padres ya no pueden más y han llamado a la policía. Se han presentado en casa, pero dicen que no pueden llevarse detenido al muchacho porque esa es su casa y todavía no ha habido sangre. Cuando se han ido los policías, hace como una hora, el chaval parecía más calmado, pero ahora está todavía más fuera de sí. Ha amenazado a sus padres y es capaz de hacer cualquier barbaridad."

Yo ya conocía el caso:
Aquel joven, tras años en la universidad, había vuelto a casa sin acabar los estudios (por no decir: "Sin apenas haberlos empezado"). Desde su regreso, su comportamiento era cada vez más anormal: sólo mostraba interes a la hora de salir por las noches con su novia y los amigos, se levantaba de la cama a la hora de comer, despreciaba toda clase de trabajos, tenía ataques cada vez más violentos de ira si se le llevaba la contraria... Todo parecía indicar que en aquel joven había un desequilibrio mental, o se trataba de un problema de drogas... o las dos cosas a la vez. Los padres habían conseguido llevarlo al psicólogo, pero éste había dictaminado que estaba perfectamente.

Considerando que en aquella situación de conflicto familiar yo tenía poco que aportar, traté de calmar a la desconsolada mujer (que temía sobre todo por su hija y su yerno, pues no estaba segura de hasta dónde podía llegar su nieto en aquellos arrebatos de pura violencia), y delante de ella telefoneé al juez de paz de la población para que se presentase en aquella casa y, si lo creía conveniente, llamase nuevamente a la policía.
- De acuerdo, -dijo la mujer- pero vaya usted también a la casa y hable con ellos.
Intenté excusarme, tratando de hacer ver a aquella señora que si su nieto no había escuchado a sus padres ni a la policía (y dudaba que escuchase al juez de paz), mucho menos me iba a escuchar a mí.
- Sí. -Respondió ella.- En esa casa ya han ido a hablar en nombre de la razón, de la ley, de la justicia... Pero hace falta que alguien vaya a hablar en nombre del amor de Dios. Y esa es su labor.
Me quedé cortado. Realmente aquella mujer me había recordado "mi labor" como cura.
Teniendo claro, entonces sí, lo que debía hacer, me dirigí a aquella casa para llevar una palabra "en nombre del amor de Dios".

Como he dicho al principio: los seglares necesitan de la labor del cura, pero... ¡Cuánto necesitamos también los curas del testimonio y de las palabras iluminadoras de los seglares!

¡La paz contigo!