Los objetos del salón (I)

Normalmente, la primera reacción de un cura ante alguien que le presenta una necesidad, es confiar en esa persona y ayudarle de la forma que parece más fácil y rápida. Por desgracia, hay ocasiones en que el resultado no siempre es el que se espera.

Al poco tiempo de llegar a uno de mis destinos, un pueblo de no más de 150 habitantes, el joven que hacía las labores de sacristán se acercó a mí al final de una Eucaristía y me dijo:
- Dentro de tres semanas es la fiesta de los quintos. Todos los vecinos del pueblo nos reunimos a hacer una comida juntos en el salón que tiene la parroquia, porque es el único lugar del pueblo en el que cabemos todos. ¿Este año vamos a poder utilizarlo?
- Por supuesto. Si es la tradición del pueblo, no veo por qué no habría que seguir haciéndolo. Pero los miembros del Consejo Parroquial no me han dicho nada.
- Ya. Es que no sabían cómo pedírselo. Como el salón está lleno de sus cosas.
Ahí me sentí perdido. Desde hacía algunos meses, yo atendía varios pueblos y mi nuevo domicilio se hallaba en el mayor de todos ellos, a unos pocos kilómetros de aquél en el que en ese momento me encontraba. Como es lógico, todas mis pertenencias las había trasladado a mi nueva casa parroquial. Por eso, dejé bien claro al joven que yo no había llevado nada al salón parroquial de aquel pueblo.
El me respondió:
- Pues pensábamos que todo lo que hay allí era suyo.
Intrigado, le pedí al sacristán que me acompañase al salón para ver a qué se refería.
El salón, en el que yo nunca había entrado antes, era un edificio adosado a la vieja casa parroquial que se encontraba en ruinas. No se utilizaba para nada (a excepción, tal como me acababan de dar a entender, de ese encuentro anual de todo el pueblo por la fiesta de los quintos) y ni siquiera tenía yo las llaves, sino que las guardaba el sacristán de aquella parroquia. Se trataba de un edificio de una única planta, ocupado casi en su totalidad por un salón realmente grande. Los techos estaban en muy mal estado y, a través de los numerosos agujeros, se podían ver las nubes del exterior.
En el centro de aquel salón había una gran pila de objetos tapados por unos plásticos. Al apartarlos un poco para ver su contenido, me quedé realmente impresionado: los plásticos protegían todo un estudio de sonido (mesas de mezclas, micrófonos, ordenadores, monitores, altavoces, teclados, guitarras eléctricas...), así como otros equipos electrónicos, cajas de libros, maletas con ropa y una gran colección de discos y películas de video en sistema Beta ¡en francés!
Totalmente desconcertado, en cuanto pude llamé por teléfono al anterior párroco para preguntarle el motivo de que todo aquello se encontrara allí. Él me contestó con un tono también de sorpresa: "¡Ah! ¿Pero aún siguen allí las cosas de Augustin?"
Entonces me explicó la situación:
Un inmigrante africano, creo recordar que originario de Camerún, que vivía en la capital, se habia separado de su mujer y había tenido que abandonar su casa con todas sus pertenencias. Por algún motivo, había contactado con el párroco anterior, pidiéndole poder dejar durante un mes los objetos de su propiedad en algún sitio de la parroquia mientras encontraba un lugar definitivo donde vivir. Augustin (ese era su nombre) en su país natal se dedicaba a la música y sólo el equipo de grabación valía varios millones de pesetas (en esa época aún no circulaban los euros). Al no poder quedarse todo aquello en la calle, en un gesto de buena voluntad, el párroco le permitió meterlo en el salón parroquial, dejándole bien claro que eso era una situación provisional (tres o cuatro semanas, según él) debido a la emergencia de la situación, pues aquel local lleno de goteras no podía valer como almacén de esos objetos tan delicados.
Era la época en que el propio párroco estaba empaquetando sus cosas y trasladándolas a su nuevo destino, por lo que, dado lo ocupado que estaba y lo difícil que era localizarle en esos días, le dijo a Augustin que para sacar del salón sus objetos era suficiente con que pidiese la llave al sacristán, y después se olvidó del asunto, no comunicándomelo ni a mí.

El párroco consiguió encontrar un teléfono de contacto de Augustin y me lo dio para que tratase de solucionar la situación.

Los objetos del salón (II)

Al llamar al número de teléfono móvil que me había dado el anterior párroco, Augustin me respondió con bastante enfado, diciéndome que él se encontraba en ese momento en Francia y que no podía dedicarse a ese asunto.
Su tono y prepotencia hizo que yo acabase perdiendo la paciencia, así que zanjé la situación: "Mire -dije con un tono que dejaba claras mis intenciones-, no le estoy pidiendo permiso para mover sus cosas. Le estoy comunicando que el día ... (faltaban 15 días), a las 9 de la mañana, vamos a desalojar el local donde se encuentran sus pertenencias, y las dejaremos en la calle. ¿Lo ha entendido usted?" Y colgué el teléfono.
A la semana siguiente, Augustin se presentó en el pueblo y, ante la presencia del alcalde y de otros vecinos, empezó a gritar diciéndo que yo no tenía derecho a tocar sus cosas, y que habría que ver si le había quitado algo o si el agua de lluvia del invierno le había deteriorado algún instrumento electrónico, dejando bien claro que hacía responsable a la parroquia de todos sus desperfectos.
Cuando le insistí que no había nada que hablar del asunto y que en el día y hora señalados serían desalojadas sus pertenencias del local, él se marchó entre insultos, amenazando con que se iba al cuartel de la guardia civil a presentar una denuncia.
El alcalde y los vecinos del pueblo me aconsejaron que, ante lo violento de la situación, me personase en el cuartel de la guardia civil de la zona para comunicar lo sucedido y para solicitar que el día de la evacuación de los objetos, ellos fueran testigos de que se depositaban todos en el exterior sin quedarnos nosotros con nada.
Al presentarme en el cuartel, el teniente me comunicó que, efectivamente, Augustin ya había estado allí tratando de presentar una denuncia contra la parroquia. Como él no tenía ningún papel de alquiler del local, ni de cesión del mismo, ni siquiera un justificante de que los objetos que se encontraban en el salón eran suyos, la guardia civil le recomendó también que, en el día y hora que le habían indicado, se presentara con un camión y recogiera sus cosas.
Ellos me garantizaron que en el momento del vaciado del salón se harían presentes para que no se nos pudiese acusar de apropiación indebida o deterioro voluntario de los objetos.

A falta de dos o tres días para la fecha del desalojo, recibí una llamada de teléfono del padre L... del monasterio de I... (a unos 150 Kms. de distancia). En tono suave y conciliador me dijo que debía comprender que Augustin estaba pasando por un mal momento personal, que aquellos instrumentos eran su futuro y que no era fácil encontrar un local donde poder guardarlos temporalmente. Llegado a ese punto del "sermón", y sin dejarle seguir su argumentación, le dije que ya sabía por qué me llamaba, y le di las gracias efusivamente por haberle cedido los locales del monasterio como almacén para "sus objetos tan valiosos" al enterarse de que nuestro salón estaba lleno de goteras. Así que, recordándole el día y la hora en que los sacaríamos a la calle, despues de darle nuevamente las gracias, le colgué el teléfono, sin darle ninguna posibilidad de réplica.

Resultado: Augustin llegó el día del desalojo con un camión. Ayudado por varios vecinos del pueblo, y ante la presencia silenciosa de la guardia civil, montó en el camión sus cosas y se marchó (supongo que al monasterio) sin una palabra de agradecimiento y sin decir ni adiós. ¡Y yo respiré alividado!

Lo siento mucho, pero ante otra situación como esa, será difícil que pueda facilitar el uso de unos locales parroquiales, ni siquiera "temporalmente".

¡La paz contigo!

La buena voluntad... se le supone

Con ocasión de la proximidad de las Confirmaciones en la parroquia, todos los años, invariablemente, hay quienes se acercan al párroco (supongo que con ganas de ayudar) para dejar claro como ven la situación.
El otro día, una señora ya mayor me abordó por la calle diciendo:
- ¿Pero cómo va usted a confirmar a esos jóvenes? ¡Si no tienen ni idea! Al menos en nuestros tiempos se daba una catequesis "como Dios manda", y no como ahora, ¡que salen sin saber ni lo que es un "sagrario"!
La frase me recordó un hecho que viví en una de mis primeras parroquias y que, comentándolo con otros sacerdotes, prácticamente a todos, de un modo u otro, les había sucedido alguna vez:

Era el día de la fiesta del pueblo. Desde el punto de la mañana, en la iglesia iban apareciendo vecinos para ultimar los preparativos antes de la Misa Mayor: mujeres que colocaban los centros de flores, la familia que ese año era encargada de adornar las andas de la Patrona con los tradicionales roscos, jóvenes que repasaban las lecturas o peticiones...
El sacristán del pueblo (un hombre ya mayor que venía haciendo esa labor desde hacía mucho tiempo) se había encargado de abrir la iglesia y, con la seguridad que da el repetir año tras año lo mismo, dirigía a todos y les echaba una mano en las diferentes tareas.
Me extrañó que, desde mi llegada, me dirigiera miradas furtivas con una chispa de humor en los ojos. Yo lo atribuí a que estaba contento por ser la fiesta de la Patrona y, como era mi primer año allí, estaba pendiente de mí para que no me dejase nada. ¡Y no me equivoqué!
Acabada la procesión y la Eucaristía, él sacristán seguía mirándome de vez en cuando con esa chispilla de guasa en sus ojos. Así que me acerqué a él y, con una sonrisa, le pregunté qué es lo que pasaba.
Él, con tono de buen humor, me dijo sinceramente:
- Pues que es usted tan despistado como los curas anteriores. ¿No ha notado nada raro?
-La verdad es que no. ¿Ha sucedido algo?
El sacristán, elevó los ojos expresivamente al cielo dando un sonoro suspiro, como indicando la paciencia que tenía que tener, y despues dijo:
-¡Menos mal que he rellenado con formas el copón del sagrario, que si no, más de uno se habría marchado sin comulgar!

¡La paz contigo!

NOTA:
Aquel día tuve que sentarme con él y explicarle la diferencia entre una forma consagrada y una forma sin consagrar, y que no sólo por meter las formas al sagrario se hacía el Señor presente en ellas.
Él, con cara de asombro (pues aquella debía ser su costumbre desde hacía muchos años, especialmente el día de la fiesta), me dijo que lo había entendido y que ya sabía que a partir de entonces no lo debía hacer más.
Aun así, cada cierto tiempo le preguntaba al sacristán si se acordaba de nuestra conversación, a lo que él siempre me contestaba que sí, aunque con un tono un poco dubitativo, como si no estuviese convencido del todo.
Por si acaso, cuando me cambiaron de parroquia, avisé del hecho al sacerdote que me sustituía, ¡para que estuviese atento!